sábado, marzo 28, 2009

Una ciudad llamada Estefanía

Stefania Mosca en la Fontana de Trevi. 2006. Foto: Roberto Hernández Montoya

Comenzaba el mes de agosto y casi todo el mundo cultural de Caracas había asistido a la fiesta. Yo, provinciano, también estaba allí, con una invitación que había llegado a mi correo y que no fue necesario mostrar en la entrada del Gran Salón. Todos podíamos pasar como Pedro por su casa y admirar el audaz diseño de sala que para esa ocasión había elaborado la artista Nela Ochoa. Saludé a Tulio Hernández y a otros amigos, mientras me abría paso entre enjambres de bandejas de tequeños y de rebosantes vasos de whisky. Ese mediodía se otorgaban los premios del periódico y a mí me interesaba el de cuentos. Pero no eran los premios, precisamente, lo que animaba a la mayoría. Tampoco felicitar, con la cortesía del caso, a los risueños anfitriones. En realidad, el atractivo del sarao estaba en la posible aparición de los candidatos presidenciales.

Era del año 1998 la estación crucial. Faltaban cuatro meses para las elecciones y las encuestas ya habían comenzado a modificarse de manera peligrosa. “¿Viene o no viene Chávez?” era la pregunta a flor de labios entre los devoradores de huevos de codorniz con salsa rosada. No habían transcurrido cinco minutos cuando, de pronto, conseguí a una inmejorable compañera de fiesta. En honor a la verdad, creo que los dos nos conseguimos y juntos recorrimos felices el salón. Saludamos y fuimos saludados. Sus amigos y los míos nos salían al paso. Recuerdo a Luis Díaz Fajardo y a su esposa, con Raúl Piña, hablándome del poeta Christian Díaz Yépez, hijo de los primeros. También a Antonio López Ortega, siempre afable, informándome orgulloso a quién se debía el diseño de la sala. Y a Douglas Palma, preguntándole a ella si yo era el ganador del concurso de cuentos. Tuve que responderle de inmediato: “Me llamo Freddy Castillo Castellanos, no Jorge Rodríguez. Mucho gusto". Con Douglas hablamos un buen rato y seguimos el recorrido, tropezándonos con un cambalache discepoliano de políticos, publicistas y arroceros, como suele ocurrir en encuentros de este tipo. Y así, nos fuimos vacilando con deleite y con distancia las gracias dispares del convite. Ella derrochaba ángel, belleza y simpatía. Y yo era sólo un afortunado acompañante, pero también su cómplice, todo hay que decirlo.

De allí salimos poco después de que la llegada de Chávez provocara el delirio. Nos fuimos a la barra de un amable bar cercano a Puente República. Bebimos vino y comimos pulpo a la gallega. Hablamos de literatura y de ebriedades. Sentí que a ella la habitaba un duende poderoso, capaz de superar todas las discordias, sin pactar ni doblegarse en nada. Pagamos y nos fuimos en su carro hasta su casa. El recorrido fue largo, por las trancas caraqueñas hacia el este en esas horas de la tarde. A la altura de la Castellana llamé a Cuchi y le dije con quién estaba. Le pasé el teléfono y ellas hablaron, afinidades mediante, con la sabiduría secreta e intemporal de las mujeres. Ya en su apartamento, se nos unió el querido Gonzalo Ramírez y en su fraterna compañía rubricamos una jornada inolvidable. Debo afirmar que ese día confirmé la admiración por sus libros e inicié la alta estima por su condición humana.
Ella escribió novelas, cuentos y ensayos estupendos. Dirigió revistas y animó publicaciones. Presidió una importante editorial de América Latina. Podría hablar de esas obras y acciones valiosísimas, pero hoy prefiero referirme brevemente a otra de sus facetas: la de sus artículos de prensa. Todos los domingos salgo a esperar al cartero a ver si trae algo para mí. Y lo trae: las crónicas distintas de mi amiga, publicadas durante los últimos años en el diario Ultimas Noticias. En ellas están sus pasiones intelectuales, su ironía corrosiva ante la debacle moral de muchos de nosotros, sus imágenes literarias entrañables, sus días y sus mitos en la ciudad atribulada, y algo más que merece la mejor de las vindicaciones (vocablo amado en un tiempo por su querido Borges): el compromiso no menoscabado con sus sueños.

Arribo ahora al difícil momento de escribir el nombre de mi amiga, aunque todos sepan ya de quién se trata. Digámoslo así: ella se llamaba hermosamente Stefania Mosca y era una de las grandes narradoras caraqueñas de mi tiempo. Murió hace tres días en su enorme “pequeño mundo”, vale decir, en su íntima grandeza.

Hoy podemos afirmar, con el Catire y con Lucía, que Stefania sigue descubriéndonos a todos.