martes, noviembre 17, 2009

La poesía en la Biblioteca Ayacucho (notas para un borrador sobre el tema)


Una primera aproximación al tema nos lleva al reconocimiento ineludible de que la poesía puebla con su presencia vigorosa y con sus hilos secretos el valiosísimo catálogo de esta gran enciclopedia latinoamericana y caribeña. Si acudiéramos a los números, tendríamos la fría pero elocuente constatación de que más de cincuenta títulos de la colección clásica corresponden sólo a poetas (o a escritores de prosa que también están representados en ellos por su importante poesía), para no hablar de las obras colectivas y de los cancioneros que nos hacen viajar desde nuestro “costado indio” (recordemos los volúmenes de literatura quechua y de literatura precortesiana), hasta la poesía de los tiempos de la emancipación, pasando por el llamado período colonial y sin olvidar algún nombre relevante de la Conquista (celebremos “Armas antárticas” de Juan de Miramontes y Zuázola y echemos de menos a Juan de Castellanos). Con todo esto, todavía nos quedamos cortos. Tendríamos que agregarle algunos títulos antológicos como el de la “Muestra de la Poesía Hispanoamericana” que figura en la Colección Paralelos. Mucha poesía podemos encontrar también en la obra de ficción de algunos escritores acá incorporados, así como en el trabajo crítico y ensayístico de autores que contribuyeron con su mirada a iluminar el paisaje poético de nuestras tierras. Uno de ellos, Angel Rama, el Angel Tutelar de esta Biblioteca en su gestación, encarna esa virtud. A él le debemos algunos prólogos indispensables de la colección Clásica, como el del portentoso volumen dedicado a Rubén Darío, que cuenta, además, con un trabajo editorial minucioso del poeta Ernesto Mejía Sánchez.

Dicho esto, me pregunto cómo abordar este copioso manantial de poesía en Ayacucho. Mi recordado amigo Julio Miranda gustaba de los numeritos y tenía una inmensa facilidad para hilvanar con ellos líneas de trabajo y apreciaciones literarias. Así, hubiera podido informarnos con precisión que Cuba está representada en la colección clásica por 8 títulos, los cuales corresponden a Gertrudis Gómez de Avellaneda, José María Heredia, José Martí, Julián del Casal José Lezama Lima, Eliseo Diego, Nicolás Guillén y por todos los poetas del grupo Orígenes (por cierto, esta edición preparada y prologada por Alfredo Chacón es un modelo de estudio en su género y un acercamiento entrañable y lúcido a la poética del inmortal grupo lezamiano) y que Venezuela cuenta con 10 nombres, por ahora. A saber: .Andrés Bello, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Vicente Gerbasi, Antonia Palacios, Juan Liscano, Luis Beltrán Guerrero, Andrés Eloy Blanco, Francisco Lazo Martí y Ramón Palomares. Podemos añadir que Colombia está presente con cuatro poetas, uno de ellos (aporte indiscutible de Ayacucho) es Hernando Domínguez Camargo, el escritor barroco que le dedicó un poema heroico a San Ignacio de Loyola y que no pudo ocultar jamás que era gongorino y jesuita. Hernández Camargo está acompañado por José Asunción Silva, Luis Carlos López y León de Greiff. Perú, por su parte, tiene hasta el momento uno menos que Colombia. Así, contamos con las compañías de José María Eguren, de César Vallejo y de Juan del Valle Caviedes, un poeta satírico del siglo XVII que nos permite conocer mejor la importantísima Lima de su tiempo. Una mirada rápida al catálogo podría hacernos afirmar que César Dávila Andrade es el único ecuatoriano presente, pero si observamos con más cuidado, nos percataríamos del hallazgo notable que nos depara el volumen 112 (“Letras de la Audiencia de Quito. Período Jesuítico): la poesía de Juan Bautista Aguirre, con sus textos eróticos, épicos y satíricos.

Podríamos seguir la línea “juliomirandina” y decir, por ejemplo, que contamos con un solo boliviano (Franz Tamayo), a quien –todo hay que decirlo- conocí gracias a la Biblioteca Ayacucho (si no, ¿cómo?) y que si compartiéramos –como debemos- a Bello con Chile, este país figuraría con una buena cifra de 6 poetas (Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Humberto Díaz Casanueva y Gonzalo Rojas), pero creo que sólo haríamos una especie de mecánica cartografía y como no estoy dotado para realizar las estupendas inferencias de Julio Miranda, corro el riesgo de quedarme en un desabrido inventario geográfico. Prefiero, entonces, compartir con ustedes mi experiencia de lector y algunas reflexiones sobre la misma.

El primer título de la Biblioteca Ayacucho es una especie de editorial o de declaración de principios. Allí se anuncia lo que vendrá después en materia de recopilación del pensamiento latinoamericano. Como recordarán ustedes, ese primer volumen es una compilación de diversos aspectos de las ideas de Simón Bolívar realizada por Marco Aurelio Vila y con prólogo de Augusto Mijares. Piedra fundacional para la Biblioteca, pero también muestra de una línea dirigida a mostrar lo mejor del ideario emancipador, este volumen dio comienzo a un periplo que no podríamos haber hecho sin la compañía de los poetas. Por eso estimo que fue un innegable acierto que el segundo título de la Colección Clásica fuese nada menos que el Canto General de Pablo Neruda, con introducción de su compatriota chileno Fernando Alegría, también incluido como narrador en el catálogo de la Biblioteca. “Cosmogonía, historia y crónica política, vaticinio imprecatorio, exaltación del paisaje, himno a un pretérito heroico y fundamento dialéctico del proceso de emancipación anti-colonial, esta summa poética es también el memorial fraterno de un personaje cuyas hazañas trascienden las meras circunstancias para arraigarse en un espacio superior, cuya visión esclarece los enigmas futuros”. Eso podemos leer en la nota editorial de este título emblemático, primer libro de poesía de la colección y apenas segundo de la misma. ¿Qué nos dice esa escogencia? En primer lugar, que la Biblioteca Ayacucho busca una conexión profunda con todo el continente, una incursión en su alma, en sus selvas, en sus ríos, en sus ancestros, en las iniciales de la tierra. Y en segundo lugar, que la Biblioteca no está siguiendo un canon dictado por la crítica académica o por la crítica no académica, pero en boga. Hubiese sido fácil complacerlas a ambas e iniciar la poesía de Ayacucho con algún otro autor, o tal vez, hacerlo con el Neruda de Residencia en la tierra, celebrado por tirios y troyanos. Pero no, a contracorriente de lo que entonces lucía como “poéticamente correcto”, Ayacucho apostó desde una perspectiva más cálida, la que nos permite emocionarnos con un topónimo encontrado al final de ese libro:

“Así termina este libro, aquí dejo
Mi Canto General escrito
En la persecución, cantando bajo
Las alas clandestinas de mi patria.
Hoy 5 de febrero, en este año
De 1949, en Chile, en Godomar
De Chena, algunos meses antes
De los cuarenta y cinco de mi edad”.

Al “Canto General” de Neruda, siguió el volumen prodigioso de Rubén Darío, un liberador de la palabra poética, a quien debemos según el provocador comentario de Octavio Paz, no la fundación de un movimiento (el modernista) sino la creación y consolidación de una escuela de baile. Hubo mucha música en su alma (a diferencia de Gracián, según Borges) y como saben sus lectores de todos los tiempos amó su ritmo y rimó sus acciones. Darío, dice Eduardo Milán, nos liberó del “contenido poético” y “nuestra realidad de neocolonias líricas”. Darío preparó el terreno para las vanguardias, a pesar de algunos epígonos que se quedaron anclados en el canon, salvo Julio Herrera y Reissig, también incluido en Ayacucho. Ya Angel Rama había estudiado ampliamente a Rubén y pudo brindarnos un prólogo admirable. Las notas editoriales del nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez constituyen junto a ese prólogo uno de los aportes más significativos y rotundos que la Biblioteca Ayacucho le haya hecho a la poesía hispanoamericana. Tener a Darío en nuestra biblioteca doméstica, en el mágico número 9 de la Colección Clásica de Ayacucho, es tener, en verdad, a Darío, para no decirlo con el lugar común del “tesoro bibliográfico”. Recordemos, además, que la colección Claves de América, incluyó otro título del gran nicaragüense: “Cuarenta y cinco poemas”, con prólogo de Ludovico Silva y selección de Oscar Rodríguez Ortiz. A la hora de mostrar una gesta creadora en América Latina, el nombre de Rubén Darío es imprescindible. También lo es si queremos empalmar con la audacia americana del idioma y con una estética nuestra que puso su “pica en el Flandes” de las academias, para decir con desparpajo nicaragüense: “de ellas, ¡líbranos, Señor!”

(…)

Permitir que los lectores de América Latina y el Caribe conocieran al ya citado Julio Herrera y Reissig fue otro aporte de la Biblioteca Ayacucho. Que podamos acercarnos a “Los peregrinos de piedra” y a toda su obra poética, incluida la que se mantuvo dispersa en publicaciones periódicas, se lo debemos a la Colección Clásica. Y, por supuesto, a Alicia Migdal y a Idea Vilariño.

Incorporar a Lezama Lima, a Eliseo Diego y a la poética de Orígenes y no sólo al importante y amable Nicolás Guillén, fue serle fiel a José Martí y su amor por la palabra como jinete del pensamiento y no como su caballo.

Valdría la pena darle continuidad a esta línea de trabajo que pone a disposición de los lectores lo más valioso de los grupos o movimientos poéticos del ámbito latinoamericano, así como una revisión crítica de los mismos. Pienso en “Mandrágora” de Chile, en los “poetas concretos” de Brasil, en “Poesía de Buenos Aires”, de Argentina y en “Contemporáneos” de México, entre otros ejemplos ilustres. Por cierto, aparte de los formidables volúmenes dedicados a Sor Juana Inés de la Cruz y a Ramón López Velarde, la presencia mexicana ha sido hasta ahora escasa. Sin embargo, para compensar esa situación no podemos obviar el excelente tomo consagrado a la literatura del México antiguo, preparado por Miguel León Portilla y que contiene toda la obra poética de Netzahualcoyotl. No está Octavio Paz en Ayacucho, pero está Netzahualcoyotl. Tampoco podemos olvidar que la prosa de los poetas Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Najera figuran en una noble colección de la Biblioteca Ayacucho, llamada lezamianamente “La expresión americana”. Y, por supuesto, que Alfonso Reyes, nos habla a todos los latinoamericanos desde los espléndidos ensayos reunidos en el número 163 de la Colección Clásica.

Apostar por el carácter clásico de los chilenos Gonzalo Rojas y Humberto Díaz Casanueva y no ceñirse al cartabón que incluye sólo a Neruda y a Huidobro, es no dejarse llevar por la regla de un “librito” y reconocer la existencia de una poesía que se ha hecho firme, gracias a una conciencia literaria que no depende de las modas ni admite interdictos. Por cierto, tuvimos la suerte de que la edición correspondiente a Gonzalo Rojas fuese revisada por el autor, lo que le otorga un valor editorial indiscutible…

Lo escribió un día Augusto Roa Bastos: “La Biblioteca Ayacucho, en tanto enciclopedia de la ilustración latinoamericana, ha sido hecha con criterio rigurosamente crítico por lectores formados por estos mismos textos. Tal es precisamente el carácter de circularidad y concentración de saber y paideia que distingue a las auténticas enciclopedias”. Ese saber abarca, desde luego, a la poesía, sino andaría un poco desalmado.

Concluyo. La Biblioteca Ayacucho, al incluir un importante número de poetas en su Colección Clásica, nos está diciendo que sin la poesía no es posible comprender a América Latina, por la sencilla razón de que sin la poesía no es posible comprender nada.

Freddy Castillo Castellanos
Caracas, julio del 2009.