viernes, abril 23, 2010

Memoria de un libro en el día del Libro


Deambulaba largamente por las calles de un Sur que no conocía. Eran tiempos de lecturas febriles y de café por las noches. Mis ojos se asombraban y volvían una y otra vez sobre las líneas alucinantes y en una esquina me esperaba un teólogo cuya presencia sólo era referible en metáforas. No sabía si soñaba, pero las sorpresivas resoluciones de un párrafo me enceguecían. Yo vivía en la calle Motatán de las Colinas de Bello Monte, pero ni la casa ni la calle existían. Nada del entorno tenía cabida en mi otro mundo. Entraba y salía a una casa donde imperaba la soledad y la quietud. Temía, pero me gustaba ese temor antiguo. Con denuedo imaginario intentaba llegar al centro de la casa, llena de puertas y de oscuras galerías. Despertaba justo en el instante en que una nueva frase irrumpía para dejarme atónito. Reiniciaba, entonces, el oficio imperturbable de soñar. Y soñaba. Soñaba con el largo nombre de un filósofo que oía la perseverancia del agua y se preocupaba por el origen de un vocablo desconocido. Yo no sabía si estaba leyendo historias o participando en ellas. Me podían acusar de soberbia o de locura, tal vez de misantropía, no estoy seguro. Pretendí guiarme por una extraña moneda que me dieron en un vuelto, pero no. Se incrementó la irrealidad. Noche tras noche me soñaba dormido. Ebrio y ausente navegué por mares indescifrables durantes varios días, repitiéndome responsos por la vida pasada y oyendo a Brahms. Celebraba así nuevos tiempos, nuevos fulgores.

Hasta entonces había leído algunas maravillas, pero ninguna logró encandilarme como ésta, descubierta en un libro de bolsillo que había comprado en Suma, antes de que Raúl Bethencourt fuese el dueño de esa librería. Yo sabía que el autor del pequeño volumen era clamorosamente celebrado y que mi distracción en otros nombres de la literatura no podía seguir privándome de lo que presentía ya como una inédita delicia. Una frase más entusiasta que laudatoria, dicha por el amigo de un amigo, me inoculó el veneno unos meses antes y una tarde comencé a saldar la deuda. Arribo ahora al centro inefable de mis recuerdos. Podría, a partir del giro anterior, incurrir en el casi ineludible y fácil recurso de la parodia y profanar de nuevo la gracia descubierta. Ya lo he hecho sin darme cuenta del todo, pero no voy a reincidir. Me limitaré a decir que el alcance de mi presunción fue muy pobre porque no tuve en mis manos una obra de enorme calidad, hermosa, sabia y elegante. Después del estupor, tuve eso y algo más: las aguas cristalinas de un sencillo y profundo panteísmo literario. En ellas me ahogo cuantas veces puedo, para entonar adrede y como mías, estas entrañables y desesperadas palabras de amor:

-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.