martes, diciembre 31, 2013

El mar de los inicios


Emilio Salgari

Era un novelista celebrado y un notable maestro del cuento. Conocía todas las teorías y era capaz de parodiar los estilos narrativos más diversos. Participaba en simposios importantes y redactaba estupendas ponencias para revelar la mediocridad de algunos y elogiar las ingeniosas búsquedas de otros. De regreso de vanguardias y de matatextos prodigiosos, podía enunciar métodos y claves de exitosas escrituras y dar consejos desde su sapiencia elaborada. Había leído a los clásicos y los citaba con elegancia y precisión. Canonizaba.

Cuando estaba a punto de olvidar por completo su fuente primigenia, tuvo la suerte de toparse en una librería de la calle Corrientes con un librito de tapa amarilla que se exhibía en la mesa de los saldos. Al abrirlo, dio con su vida entera y recordó su verdadero origen literario.

Volvió a un viejo barco y navegó en su memoria por el lejano mar de los inicios. Rehízo la ruta hacia una noche terrible y vio a un hombre que lloraba por vez primera. Oyó cuando se reponía y daba esta orden:

¡Yáñez, rumbo a Java! ¡El tigre de la Malasia ha muerto para siempre…!”
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Lo anterior no es más que el vano intento de resumir una espléndida página de Abelardo Castillo, sólo porque hoy también he vuelto a leer a Salgari, a quien tanto debemos y a veces olvidamos. 

martes, octubre 22, 2013

Cuatro anotaciones dionisíacas


Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo
 
1.  Yo caminaba por las Ramblas ese sábado y me encontré de pronto con Argenis Rodríguez. Su saludo fue: “Murió Dionisio Ridruejo”. El nombre me era conocido, no tanto por lo que después supe de su relevancia política (de la que tenía una idea muy vaga), sino porque Ridruejo era el cuñado de Inés, una buena amiga del consulado de Venezuela en Barcelona, con quien yo solía hablar de literatura en las reuniones sociales que hacía la consulesa. Por el mismo Argenis fui enterándome de la importancia que como opositor al franquismo había tenido el cuñado de Inés. Argenis rubricó la noticia con esta frase: “Se murió quien iba a ser el líder de España después de Franco”.  

Poco después de ese día de junio del 1975, indagando allá y aquí, me percaté de que efectivamente Dionisio Ridruejo había sido un hombre clave en la unidad que se gestaba contra Franco. Confirmé, además, que el comentario de Argenis era compartido por buena parte de los actores políticos que vislumbraban un rol estelar de Ridruejo, una vez que se iniciara el postfranquismo. El PSOE del joven Felipe González, el movimiento socialista de Tierno Galván y la democracia cristiana del viejo Gil Robles, se sentaban a la mesa con el socialdemócrata Ridruejo, quien mantenía el encanto personal de siempre y contaba con el respeto de muchos dirigentes que habían sido sus adversarios acérrimos.   

Leyendo ayer los estudios que Luis Felipe Vivanco agrupó en un formidable libro titulado Introducción a la poesía española contemporánea,  me encontré de nuevo con Ridruejo. Este año, por cierto, es el del centenario de su nacimiento.  Ojalá la fecha esté sirviendo para recordarlo y, sobre todo, para comprenderlo bien. He leído que acaban de publicar las cartas que le escribió a su mujer desde el exilio. Esas letras íntimas deben ser un buen aporte para recuperar del todo a un español decente y digno.  

Dionisio Ridruejo fue también un estimable poeta y un ensayista estupendo. Sabemos que la tragedia de su país lo tuvo, primero del lado de los falangistas, y después de la democracia, pero siempre, firme y crítico. Un hombre honesto con su patria, con su gente y consigo mismo. Discrepar válidamente de él por falangista (primero), por socialdemócrata (después) o por cualquier otra razón, no autoriza la oclusión  de su grandeza cívica ni el olvido de su obra literaria.   

Un día Ridruejo visitó a Octavio Paz y subió con él a su terraza mexicana. Desde allí, ambos sintieron que la palabra poética habitaba el peldaño más incandescente. 

10-09-12

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2. Juan Benet, un escritor de indiscutible altura, tanto en el sentido literal como metafórico de la palabra, nos dejó una silueta espléndida de esa rara avis de la política que fue Dionisio Ridruejo, cuyo libro Escrito en España, todavía tiene muchas cosas que enseñarnos, aquí y allá.  

Benet dijo de su amigo Ridruejo: 

"Yo no sé si era -como he leído en alguna parte- un jefe nato. Pero si lo era por su nacimiento se cuidó de dejar de serlo, con su formación. Tenía demasiada talla intelectual -y un exceso de curiosidad- para ser jefe, nada más. Nada me parece más equívoco que imaginar a Dionisio a la cabeza de una multitud de españoles que le considerasen su líder y le venerasen como un ídolo (...). No creo que nadie supiera conformarse con una relación con sus atributos porque el único trato que con él cabía era el directo y -si me apuran- el íntimo(...). Tampoco era lo suyo la victoria sobre los enemigos porque -aun teniendo todos los rivales, competidores y antagonistas que su postura exigía- no planteaba su juego en el terreno de la lucha. Se diría que si salía era para perder". 

¿Hablaba Benet de un político, en verdad? 

Sí. Hablaba de un político, no de un pragmático. 

11-09-12
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3. Leo El cuaderno gris de Josep Pla, en traducción de mi querido Ridruejo y de su mujer catalana, Gloria de Ros.  

El 16 de abril de 1918, que es el año en que inicia su monumental dietario, Pla registra este temor: 

Si, por la razón que fuese, nos viésemos obligados a prescindir del ´ressopó´ que Marieta nos sirve de madrugada, pensaríamos que la vida apenas tiene sentido, que es absurda y amarga”. 

En una nota al pie de página Ridruejo informa que el “ressopó” es la “comida antes de acostarse, cuando ya han transcurrido varias horas después de la cena”.  

Subrayo y recuerdo costumbres perdidas, medias mañanas y meriendas.
 
Hay de todo en el cuaderno de Pla: relatos, biografías, descripciones de paisajes, autorretratos, crítica literaria, crónica familiar y gastronómica, y mucho más. También abundan las deliciosas ráfagas como las del “ressopó” o pequeñas observaciones sensoriales, como ésta del 6 de junio del mismo año 18, que me encanta:  

El tomillo, en un primer momento, da un olor abrupto y fuerte y después se endulza; el romero, ahora en flor, tiene una entrada muy suave que después se carga”.  

Siento que estoy en el campo, feliz. Así da gusto la lectura de un diario. 

23-11-12

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4. “La tarde será larga y sin hastío./ Mañana leeremos a Gustavo/ Adolfo que comprende el mundo/ como el verso final de la Comedia…”.  

Leo a Ridruejo en sus Cuadernos de Madison y encuentro en ellos la plenitud de acento humano que les atribuyó nada menos que Marià Manent. Ridruejo prepara una clase sobre Bécquer para el seminario que imparte en la Universidad de Wisconsin y describe en el poema la monacal habitación donde se encuentra. Mira una mellada estantería que es “vasar de manzanas” y oye crujir la mecedora, “mientras Manrique, tras el rayo iluso,/ vaga orillas del Duero” 

Al final “todo en orden/ y por su orden. Salta a quemarropa/ replicando campanas abreviadas,/ el teléfono negro. De su abismo/ brota entera una voz. Fuera es de noche”.  
 
Acá también lo es y acabo de acordarme de un interesante episodio sobre Dionisio Ridruejo contado por su amigo Juan Benet. En una ocasión viajaron juntos por tierras castellanas. Visitaron un castillo que desde la guerra fue usado como cárcel de reclusos republicanos. Los atendió un hombre que había sido uno de esos presos. Después de entrar en confianza les contó que todas las noches, antes de la cena, los sacaban al patio  y los obligaban a cantar el Cara al Sol. Lo hacían sin ganas y en bajísimo tono, al punto de que apenas se les oía un murmullo. Sin embargo, cuando llegaban a un determinado verso del himno, todo cambiaba. El tono subía. Se tornaban alegres, entusiastas, y el canto les brotaba vibrante y encendido. El verso decía: “Volverán banderas victoriosas”. Sin duda, en esa línea los presos cifraban su esperanza de triunfo y libertad.  

El asunto preocupó al director de la cárcel, quien lo consultó con el capellán. Este le dio una respuesta relancina, diciéndole que el espíritu falangista de José Antonio había penetrado ya el alma de los rojos.  

Al oír esa historia, una sonrisa de íntima satisfacción pobló el rostro de Ridruejo. Y es que, como algunos saben, él fue el autor de ese verso, y del siguiente: “Al paso alegre de la paz”.  

Conjetura Benet que en ese momento su amigo Dionisio entrevió la “felix culpa” de un pecado juvenil y mitigó su pena al saber que de todo el himno de la Falange, sólo los versos escritos por él habían tenido la aceptación de los vencidos, quienes además los cantaban como réplica irrefutable a los fascistas.  

Así que en el castillo de Cuéllar la secreta rebeldía de unos presos republicanos le hizo a Dionisio Ridruejo la poética justicia que merecía su dignidad.  

Comparto esta confesión de su biógrafo Jordi Gracia:  

“…Haber estado tanto tiempo con él y con sus papeles ha ido haciéndome a mí mejor persona y ése no es regalo común…Creo que hizo también mejores a muchos de sus amigos, y casi ninguno lo calló, aunque casi todos lo expresaron en la reserva privada de unas cartas que a veces conmueven en esa extraña fibra que no toca exactamente al sentimiento sino a la racionalidad, y no sé cómo se llama”.  

Vuelvo al poema. La tarde ha sido larga y sin hastío. 

Dolcetto d´Alba para la cena de esta noche.  

12-03-13

sábado, junio 29, 2013

El cine, el esplendor

 

 
Por un link de Vladimir Delgado me enteré de la exposición que en homenaje a Stanley Kubrick fue abierta en Los Angeles. Ahora mismo se encuentra en el LACMA y, por lo que pude ver, es muy completa y atractiva. Revisar el estupendo link y buscarme una película de Kubrick para disfrutarla de nuevo, fue casi un mismo acto. Aunque no forme parte de clubes o de alguna otra echonería “kubrickiana” de cinéfilos, no niego mi devoción creciente por el gran artista de Manhattan, ni mi gusto en compartirla.
  
 Así, hoy he vuelto a esa delicia que se llama Barry Lyndon 
 
La maravillosa conjunción de un libro escrito por el abuelo materno de Virginia Woolf, con la esplendidez de algunos cuadros conservados en la Tate Gallery, le permitió a Stanley Kubrick concebir esta obra de arte sublime y rotunda. El origen de ese hecho estético ocurrió hace más de cuarenta años, cuando el notable director se topó con Las memorias de Barry Lyndon, de William Thackeray, justo en el momento en que no encontraba qué hacer con el abundante material que había acumulado para su difícil proyecto sobre Bonaparte. Se dijo entonces: “Acá está la fuente para una película de época” y acometió la elaboración de un guión que le serviría de base argumental para una hermosa idea que se traía entre manos. Lo demás lo hizo la contemplación de obras de Reynolds, de Friedrich y, sobre todo, de Gainsborough, halladas para su disfrute en las opulentas salas del museo de Millbank, así como una cámara experta en conseguir milagros fílmicos y un proverbial buen gusto que incluyó la música entre sus gracias relevantes. El resultado de esa conjunción milagrosa fue nada menos que Barry Lyndon, el esplendor de los ingleses.  
 
La preciosa serenidad de Marisa Berenson provino de un cuadro de Gainsborough. Sin duda, casi todas las escenas familiares encontraron su fuente en Joshua Reynolds. Se me ocurre que Caspar David Friedrich (por citar a un pintor no inglés, pero que está en la National Gallery) también tuvo que ver con los paisajes, y que un francés (Georges de La Tour) aportó lo suyo en las pequeñas llamas que iluminaron algunos salones de esta película exquisita. No hubo encuadre en el que la fotografía no haya sido una pieza de arte, por sí misma o por recreación de otra que la precediera.  
 
 Y no hablemos de la música… 
 
Tampoco del mérito de convertir un olvidado libro de Thackeray en una lección de sociología de la cultura.  
 
 Sabemos que la aristocracia de los títulos y la ambición de los arribistas (Barry es un “parvenu” trágico) fueron lapidados por el autor de La feria de las vanidades y convertidos por Kubrick en la antiheroicidad por excelencia, pero dejémosle a otros ese "serio" análisis y volvamos al asombro crucial de las imágenes. En esta película ellas son una fiesta interminable.
 
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BARRY LYNDON: 
 

martes, abril 30, 2013

Una lectura de El Aleph

 
Casi todas las lecturas de El Aleph se detienen en dos evidencias. Una es la sátira letal que Borges hace de la mala literatura de la época, encarnada en Carlos Argentino, un personaje descrito con prolija sorna. La otra está representada por una metáfora del universo: ese “objeto secreto y conjetural” llamado “aleph”.

Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962) acepta esas aproximaciones, pero ensaya otra hipótesis, en procura del móvil primigenio del relato. Sostiene que la rivalidad entre Borges y Carlos Argentino no es literaria, sino amorosa. Lo primero es innegable. Sólo existe una pugna que Daneri se inventa para sus rounds de sombra. Lo segundo está en el ambiente desde aquella candente mañana de febrero…

El general de Chesterton en La memoria de la espada rota desata una batalla para esconder entre los miles de cadáveres el cuerpo de un soldado que había asesinado. Poe esconde “la carta robada” en un lugar cuya obviedad lo hace inadvertible. Martínez piensa que El Aleph es una versión de esos relatos.

Pero, ¿qué quería ocultar Borges?

La respuesta está, según el autor de Crímenes imperceptibles, en la célebre enumeración borgeana del universo. En ese vórtice de estancias hermosas, terribles y anodinas, se encuentra la venganza de Daneri. Su rival ve en el aleph una imagen aterradora: la única para la que Borges dedica tres adjetivos. Recordemos.

Acabábamos de ver un astrolabio persa cuando de pronto se nos apareció el interior de una gaveta. Fue un golpe rotundo, seco, tanto para el narrador como para los lectores. En el cajón estaban las cartas “obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”. Borges tembló. También temblamos los lectores un segundo, pero seguimos nuestra marcha porque Gardel nos saludaba en la Chacarita y había que encenderle el cigarrillo. Borges estaba aturdido, pero alcanzó a tomar rápido desquite con asombrosa displicencia. “Formidable”, le dijo a Daneri en tono frío, y eludió por completo hacer otra consideración del aleph, como si lo tuviera a menos.

Infiere Martínez que allí termina el cuento y que todo lo demás son epílogos. Alberto Manguel le recordó que a Borges le atraían esas astucias. Para apoyarse le citó la página en la que el autor de El Aleph celebra a Dante, por ocultar a Beatriz en una enumeración de nombres femeninos.

Es un juego melancólico el de Dante, dijo Borges. ¿Lo es también el de Borges? se pregunta Martínez. Tal vez lo sea también el del propio Martínez, y hasta el mío, que es apenas una glosa del suyo, en este día del Aleph que festejo un rato en la trastienda, porque afuera lo que hay es jazz, y del bueno.

P.D: El ensayo de Guillermo Martínez está en La fórmula de la inmortalidad, Seix Barral, 2005. Martínez es también autor de un libro sobre Borges y la matemática. Su obra narrativa ha sido amplia y merecidamente reconocida. 

lunes, abril 15, 2013

El desprecio total frente al vencido






Jaime Gil de Biedma
Comienza la semana y leo a Jaime Gil de Biedma:

Alguien está presente
que duerme en las afueras.
...

Las afueras son grandes,
abrigadas, profundas
.

Vienen a mi memoria otros versos suyos:

Media España ocupaba España entera
con la vulgaridad, con el desprecio
total de que es capaz,  frente al vencido,
un intratable pueblo de cabreros
.
 

viernes, marzo 29, 2013

Hugo Beccacece y el mundo de Visconti


Piero Tosi, Visconti y Silvana Mangano

Varios libros nuevos sobre la mesa. Disfruto hojeándolos, después de darles cierto orden. Acá los ensayos. Allá los de poesía. Más allá los diarios, las cartas, las novelas. Este regodeo previo a la lectura forma parte imprescindible de la viciosa ceremonia que en este momento me entretiene.
 
Abro Pérfidas uñas de mujer,  un libro de Hugo Beccacece sobre cine, arte y estilos. Es una maravilla su ensayo sobre Visconti. Prodiga en él conocimientos y admiración. Con una prosa amable, gratísima, Hugo visita el mundo de Visconti para deleitarse en su tiempo recobrado. Cito este párrafo estupendo:

Sus películas están hechas de acentos, como la música de Beethoven y de Verdi. El lazo tendido entre los acentos, entre sus escenas ´privilegiadas´, constituye la guía de otro relato, de un guión abstracto o quizá mucho más íntimo porque está directamente relacionado con la memoria de la primera vez que sus ojos descubrieron ciertas formas y texturas. En el ocaso de la vida uno comprende que el deseo, ante todo, ha sido siempre memoria. Memoria del origen”.

A Hugo Beccacece lo conocí en casa de Ivonne Bordelois, hará unos siete años. Dirigía entonces las páginas literarias de La Nación. Compartimos una cena. Fue una noche estupenda. La imagen que de él conservo es la de un hombre atento a las formas, fino y culto.

Paso las páginas de su libro y leo que Piero Tosi está seguro de que Silvana Mangano es una ficción, y que la realidad corresponde a esa espléndida mujer que ahora se viste en una habitación del Hôtel des Bains, y se pone las joyas que el director escogió para realzar su porte de madre de Tadzio y de polaca noble. La escena proviene de una encantadora conversación que Beccacee tuvo en Roma con Piero Tosi, el vestuarista excelso de Visconti.

P.D: Ficha del libro: Beccacece, Hugo. Pérfidas uñas de mujer. 1era. edición. Buenos Aires. Edhasa. Noviembre de 2012. 344 p.

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Foto de Horst P. Horst: Visconti
HORST

Entusiasmado por la descripción que acabo de leer de un retrato de Visconti en Túnez (1936), busco en internet fotos de Horst. Encuentro maravillas: el autorretrato con Getrude Stein posando, que vale oro; la de Jackie, aquella célebre dama née Bouvier, que salió en Vogue en 1953; una fabulosa de Bette Davis, geométricamente inclinada y, por supuesto, la de Luchino Visconti, tal como acá la presenta Beccacece con delectación minuciosa:

1936. Hammamet. La fotografía muestra a un hombre que aún no ha llegado a los treinta años, de expresión severa y una presencia imponente al punto de que no necesita hacer ningún esfuerzo para producir respeto. Sus ojos no miran a la cámara. Más bien, parece ensimismado. No hay en el rostro tan viril como hermoso el menor asomo de una sonrisa. Esa expresión seria, intensa y perfectamente ajena a la cámara quizá le dé un aspecto un poco mayor. En realidad, se trata de un joven de veintiocho años. El pelo es negro como las cejas de diseño perfecto. Está apoyado en el vano de una puerta. Sostiene un vaso en la mano derecha, probablemente un cóctel o un jugo de frutas por la pajilla que la luz y el fondo blanco de una cortina vuelven invisible. El saco sport abotonado tiene un pañuelo blanco en el bolsillo del pecho. El cuello está envuelto en un foulard oscuro con un motivo de pequeños puntos blancos. El fotógrafo alemán Horst P. Horst fue quien tomó esa fotografía de Luchino Visconti, su huésped en la ciudad tunecina a orillas del Mediterráneo. En aquella primavera, los dos eran amantes y acababan de conocerse”.
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Muerte en Venecia. Gustav von Aschenbach y Tadzio

 GUARDARROPA

Sigo con Beccacece. El final de su ensayo sobre Piero Tosi nos depara una sorpresa proustiana. Beccacece está en uno de los almácenes de la célebre sastrería Tirelli: el de Formello. El sobrino de Trapetti le abre las cámaras y le sirve de guía en medio de una selva de trajes de todas las épocas, colores y texturas. Indumentarias vaticanas, percheros de la antigua Roma y guardarropas de Ingrid Bergman (con vestidos de Dior, Chanel y Balenciaga), le quitan el aliento al visitante. Pero no todo es lujo en ese opulento almacén de las imágenes. También hay ropa de la plebe, “religiosamente preservada”. Tentado por la curiosidad, Becaccece mueve un pesado ropaje de época, y descubre, atónito, que debajo está el inolvidable traje de baño de Tadzio, “pequeño y frágil, como el efebo de Muerte en Venecia”. Por arte de magia el autor vuelve a su juventud, al preciso momento en que se estrenó en Buenos Aires la hermosa película de Visconti y cierra su ensayo saboreando una magdalena después de remojarla en el té que esa tarde lo sorprendió en Formello.
(Anotaciones en del 27-12-12)


Hugo Beccacece

viernes, marzo 08, 2013

Chávez y las trampas de la fe



El inmenso afecto de una parte importante del pueblo venezolano por Chávez, se muestra hoy de manera clamorosa. Esa devoción por su líder, era, sin duda, previsible, pero el fervor que ahora presenciamos parece exceder todos los pronósticos. Nos asombra, en verdad. Creo, además, que en muchos se trata de un afecto sincero, entrañable. Por eso mismo, debemos mirarlo con respeto. También con inquietud y, dadas ciertas tendencias históricas, con temor. 

El deber de una dirigencia responsable sería no desvirtuar ese sentimiento genuino, convirtiéndolo en culto. Todos los cultos oficiales degradan la memoria de los hombres, vacían sus enseñanzas o su ejemplo (bueno o malo, según se mire) y sólo sirven de soporte interesado a los custodios, que no son otros que sus usufructuarios. 

De otra parte, también hay un odio sincero. Incapaces del temple y la prudencia que la hora del duelo les exige a los adversarios del fallecido, hay algunos exaltados, cuya furia les impide ver y ponderar las evidencias. Forzoso es decirlo: la mayoría ha sido solidaria con el dolor, y cívica en su actitud.
  
Los hombres excepcionales (Chávez lo era) merecen otro destino. No el del culto fanático. Por encima de todo, debería estar la libertad, en especial, la de ser diferentes y ejercer la disidencia. ¿No es la política una permanente y fecunda agonística?


¿Por qué obligar al Otro a ser como nosotros?


Que la libertad decida y que el país sea de todos. No sólo de los deudos.

lunes, febrero 25, 2013

Comunión y metáfora





Alcándara
Por la ruta de tres versos, el mexicano Antonio Deltoro entró a las Soledades. Son los mismos que fascinaron a Gimferrer, quien los citó para ilustrar su descubrimiento de la poesía como invención de otra realidad. Cuatro poetas del 27 (Guillén, Salinas, Alonso y Cernuda) apoyaron su fervor gongorino en esas tres líneas magistrales del cordobés que aparecen de vez en cuando en mis anotaciones, porque para mí es un deleite repetirlas, casi siempre sin excusa alguna.

Pervive en esos versos un misterio, aunque cada uno de sus signos parezca del todo descifrado. No hay en ellos efectismos sonoros, pero sí las imágenes y tonos convenientes para hacerlos del todo inolvidables. Dámaso Alonso observó la lentitud del segundo verso, en contraste con “el arrebato” del tercero. Ese mismo salto fue para Guillén la señal de una revelación…

El poeta Antonio Deltoro encontró en Lezama (era previsible), alusiones no tan veladas a la cetrería de las Soledades. También las ubicó en alguien “tan poco gongorino” como Eliseo Diego. Estoy seguro de que si seguimos sus pistas, podemos toparnos con nuevos ecos y reflejos de esa metáfora que remite a alcándaras y que a mí me lleva a la memoria de Federico II de Suabia, ducho en la caza con neblí, tratadista del tema en nobles infolios y mentado en su tiempo como “el estupor del mundo”.

Dejo a Deltoro el placer de decir las versos formidables. Están acá, en este párrafo suyo, en el que saludó a todos sus cofrades:

“El que repite estos versos no sólo hace que nazcan de nuevo, pertenece a una comunidad. ¿Cuántos ahora mismo en este planeta
estarán repitiendo: ´Aunque ociosos, no menos fatigados, / quejándose venían sobre el guante/ los raudos torbellinos de Noruega´. Entre ellos estás en este momento, también tú, amable, aunque ocioso lector".
 
Bienvenidos a la comunidad de esos versos.

P.D: El ensayo de Antonio Deltoro de donde tomé el párrafo citado, lo leí en el número 260 de la revista Vuelta (julio de 1998).

martes, febrero 12, 2013

Eugenio Trías y la dispersión

 
Comienza a sonar Beethoven. Su hora está llegando. Sobre la mesa, varios libros de Eugenio Trías. Afuera, poca brisa y luz bastante. Pienso en la renuncia del Papa y me parecen impecables su gesto y su latín. Creo que volveré pronto a las páginas de su bello y particular Jesús de Nazaret. Por lo pronto, pan tostado y café. Le subo a Beethoven el sonido y leo estas palabras del filósofo:

“Es el momento de mayor felicidad del día, lo descubrí este verano (…). En el tocadiscos, el Septimino de Beethoven. Lo escucho cada día, por la mañana. Me da ganas de vivir. Parece muy frívolo y no lo es nada. Es un Beethoven joven, recuerda mucho a Haydn o a Mozart, pero es un Beethoven plenamente, y está lleno de vida, por eso le he dedicado La dispersión. Es la exaltación biológica, el despertar, el enfrentamiento con la realidad. Es muy adecuado para esta hora del día en que tengo la misma sensación que Rimbaud describe en las Iluminaciones. Estreno el mundo, tengo la vida por delante”.

Me acaba de llamar la señora Egilda para mostrarme una iguana en el balcón. Es de las grandes. Anda por aquí buscando agua. Nos oye hablar y se retira. Las hojas brillan tranquilas y observo que durante los tres días que estuvimos fuera, la enredadera aprovechó para crecer. Comienza a soplar un viento leve que me recuerda un verso de Vitier: “la brisita nupcial de la metáfora”. Vuelvo a la sala y encuentro que ya Beethoven se ha posesionado. Busco La dispersión y leo:

La poesía no es ´enseñable´. El poema sólo podemos aprenderlo de memoria y repetirlo… cantando!

No debe sorprendernos que no haya cátedras de poesía…

¿Y si en la Universidad en lugar de ´enseñar´ se cantara?”


“Memoria y deseo”, me digo en silencio.

Sé que en este instante no hay nadie más que Beethoven. 

Emmanuel Levinas y la mirada del poeta

Emmanuel Levinas
 
Pisando la dudosa luz del día, unas lúcidas y hermosas páginas de Levinas sobre Blanchot.

Vislumbres de una errancia, señales de un lugar no escrito pero que está a punto de escribirse. Se anuncia un resplandor en lo
s fragmentos. Leo y subrayo:

“…la literatura supone para Blanchot la mirada del poeta, una experiencia original en los sentidos de este adjetivo: experiencia fundamental y experiencia del origen”.// La literatura nos arroja así a una orilla donde ningún pensamiento puede arribar; desemboca en lo impensable… Eso impensable a que lleva –sin llevar- el poema es lo que Blanchot llama ser”.

El filósofo dialoga con la mirada de Orfeo y escucha su silencio.

El filósofo recorre los textos y descubre sus abismos.