Lo visité una vez en Plainpalais. Esa tarde, en
el pequeño cementerio, le pedí a una joven pareja (un sacerdote católico y una
mujer) que me hicieran una foto al lado de la lápida. Les pasé mi cámara y
ella, amablemente, la tomó. De inmediato compensé el favor. Me entregaron un
teléfono y pude captarlos, abrazados y sonrientes. Se alejaron, agradecidos.
Él, de negro. Ella, de azul. Iban como jugando. Reían. Yo seguí en la tumba por
unos minutos. Se acercó un hombre joven, alto, rubio, de blue jean. Sabía qué
buscaba, pues no indagó en ninguna otra de las lápidas. Hizo unas fotos a la
famosa piedra y se retiró, imperturbable, ensimismado. Lo vi salir. Cruzó la
calle, hacia la derecha. En el pequeño cementerio sólo quedábamos el cura, su
pareja, unos muchachos que fumaban a lo lejos, en un banco semicircular, y yo,
pensando en Noruega y también en Ramos Sucre. Eran casi las seis de la tarde.
Salí.
Buscando el tranvía, caminé una larga cuadra y
me topé con una sinagoga. La sinagoga fue el anuncio de otra aparición. No lo
podía creer: dos lugares suyos tan próximos. Yo, que había buscado uno solo,
encontraba dos. La supuesta escena del involuntario estreno sexual se habría
dado en una habitación de la casa que ahora tenía enfrente. En una esquina, la
sinagoga, y en la otra, esa vivienda del suceso que ha hecho las delicias de la
psiquiatría y de los biógrafos. Como él mismo diría: los dioses me fueron
propicios.
Para retornar a mi hotel, satisfecho de la
incursión, continué en busca del tranvía. Sólo anduve unos metros. Después del
azar concurrente, la precisión ginebrina: tenía enfrente el tranvía.