(Anoche estuvimos Cuchi, Luisana y yo en el “Vinicius”. Caipirinha y picanha. Enfrente, la exuberante Garota de Ipanema. En la calle, saltimbanquis . En la calle, teatro: unos contrayentes, vestidos de tales, se peleaban y se besaban para ganarse la vida)
4 comentarios:
Por acá anduve por Pachacamac y su historia de Ishmas, Incas, sacrificios y mucha cultura latinoamericana de la más ancestral posible.
Un abrazo a toda la familia.
Este post es para Biscuter. De antemano, me disculpo por su prolijidad. Pero sé que Biscuter lo disfrutará, y quizá también algún otro lector.
El post en cuestión la una introducción a una reedición de "El pensamiento de Platón", de Juan Nuño, que sacarán al mercado el próximo otoño el Fondo de Cultura Económico y el CSIC español, en una nueva colección de "Clásicos de la Filosofía española del S. XX". En la primera hornada van, además de este libro de Nuño, sendas antología de Unamuno y Zambrano.
"Introducción
El rescate de una obra filosófica suele responder a la necesidad de fijar y ampliar su recepción académica o al interés que previamente haya podido suscitar entre lectores no especializados. Se reeditan autores clásicos atendiendo a las necesidades curriculares de instituciones de enseñanza o a su grado de “popularidad” entre un difuso público general. Menos frecuente es el caso de la reimplantación en el mercado de obras de indiscutible valía en sus correspondientes campos que no gozaron en su momento, sin embargo, de una amplia difusión. Y aún menos el de las que adquieren reputación de insoslayables y fundamentales, a pesar de no circular fácilmente en el mercado y de no estar, por tanto, al alcance de nuevos lectores. En este último caso, puede decirse que representan buenos ejemplos de contradicción en los términos: el de obras que merecen recibir el tratamiento debido a los “clásicos”, sin haberse previamente hecho acreedoras al menos de una de las señaladas condiciones necesarias para recibir tan honorífico marchamo.
Qué duda cabe de que El pensamiento de Platón, de Juan Nuño, pertenece a esta paradójica categoría. Publicado por primera vez en 1963 en Venezuela, reeditado veinticinco años después en México, el libro de Nuño fue leído, comentado y estudiado ampliamente en su día en los departamentos de Filosofía de las principales universidades hispanoamericanas, de México a Buenos Aires, de Caracas a Lima. Con este ensayo, el autor divulgaba su primera obra filosófica “mayor”, puesto que de gran ambición tanto por el ámbito abarcado –el pensamiento filosófico de Platón en su integridad– como por lo poco habitual de su enfoque metodológico –el énfasis en una lectura no ontológica sino “antropológica” de la obra del fundador de la Academia–, y concebida, al mismo tiempo, para servir de herramienta pedagógica. Más adelante me detendré en algunos de los rasgos señalados de este libro de Nuño. Por ahora, conviene no perder de vista lo que de atípico pudiera tener su estatus en el marco de la filosofía en lengua española del último medio siglo.
La relativa excentricidad apuntada –una obra que puede legítimamente aspirar a la condición de texto filosófico “clásico” en el ámbito hispano sin dejar, a un tiempo, de ser escasamente conocida– sin duda remite a factores externos. Por un lado, a la accidentada evolución del intercambio de ideas entre los países de Hispanoamérica, consecuencia de una endémica fragilidad de los canales tradicionales de difusión de las mismas, desde las editoriales hasta las universidades. A esta endeblez vino a sumarse, por otra parte y coincidiendo parcialmente con la vida intelectual de Juan Nuño, el anómalo funcionamiento de las relaciones intelectuales y académicas entre España y los países hispanoamericanos durante el largo periodo del franquismo. No es este el lugar adecuado para abordar con propiedad dicho fenómeno, pero se trata de un hecho contrastable que, sin duda, ha incidido negativamente en el horizonte de la recepción de una obra como la de Juan Nuño. Un filósofo español, conviene recordarlo, que a otras “heterodoxias” –que abordaré en breve– sumaba la siempre compleja condición del expatriado.
Que no “exiliado”. Conviene establecer esta distinción, que la historiografía del exilio español no siempre atiende debidamente. Una cosa son los intelectuales españoles que en el momento de la contienda civil o al triunfar el bando nacional abandonaron su país natal; éstos solían llegar a sus patrias de acogida abastecidos de obra publicada y reputación conocida. Para quienes, entre los intelectuales, pensadores y escritores exiliados, tuvieron la suerte de seguir con vida tras la muerte del dictador, el regreso a España fue aún posible. Y aun en los casos en que el regreso no dio lugar al debido reconocimiento académico o institucional (vienen a la mente los de Ferrater Mora y Américo Castro), el rescate de su obra por las nuevas generaciones de españoles ha sido una tarea abordable. Muy otro es el caso de los miembros de la generación nacida en la década de 1920, que recibieron su formación y desarrollaron su obra íntegramente en sus países de destino. Estos “expatriados”, que huyeron de una España empobrecida económica e intelectualmente, llevaron a cabo actividades y publicaron obras plenamente reconocidas en el ámbito hispanoamericano, pero a menudo perfectamente ignoradas en suelo español. Cuando la universidad española comenzó a desentumecerse y salir de sus muchos sueños dogmáticos (tarea aún hoy inconclusa), algunos de los expatriados hallaron un tímido eco, sobre todo entre colegas suyos más jóvenes que ellos1. Por sólo citar algunos ejemplos de filósofos repartidos entre las dos categorías a quienes Nuño frecuentó y de quienes fue discípulo o colega profesional, a la de los exiliados pertenecen Juan David García Bacca (1901-1992), José Gaos (1900-1969), Eugenio Imaz (1900-1951) y Eduardo Nicol (1907-1990); a la segunda, la de los expatriados, Federico Riu (1925-1985).
En suma, si en la última etapa de la carrera de Nuño su figura logró reconocimiento a los dos lados del Atlántico, ello no se debió siempre ni en todos los casos a una valoración cabal de su obra, multiforme y, en algunas de sus manifestaciones, no ceñida al estrecho ámbito académico. Por las razones apuntadas –que pueden resumirse en una sola: recepción accidentada de la obra–, antes de presentar este Pensamiento de Platón, conviene ofrecer al lector algunas claves sobre la vida y la obra de este filósofo.
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Juan Antonio Nuño Montes nació en Madrid, el 27 de marzo de 1927, en una familia de origen y perfil económico modestos. Primogénito de cuatro hermanos, se crió en un ambiente ajeno a actividades e intereses intelectuales o culturales. Tras recibir su primera formación en el Instituto de los Hermanos Maristas, Nuño quiso estudiar la carrera de filosofía en la Universidad Central de Madrid. Un año de frecuentación de esta institución lo llevó a comprender que o abandonaba su sueño filosófico o bien debería emigrar a tierras más propicias al libre magisterio de la disciplina que había decidido estudiar. La filosofía impartida en la década de 1940 en la antecesora directa de la actual Complutense permitía ciertamente hacerse con los arcanos de la escuela aristotélico-tomista del padre Suárez, pero poco más. Nuño ya entonces era dolorosamente consciente de lo provinciano y mediocre de la vida intelectual en España. Hubo un factor añadido que incidió poderosamente en su decisión de buscar horizontes menos limitados: para poder pasar de curso, además de aprobar los preceptivos exámenes, era “recomendable” acreditar inscripción en el Movimiento Nacional. Nuño, que había logrado atravesar la adolescencia virgen de adscripción a este aparato de encuadramiento político y social y sus múltiples tentáculos, y ante el panorama de una formación académica pobretona y rancia, decidió emigrar a Venezuela. La elección de este país como destino, en lugar de México o Argentina, donde se había radicado la mayor parte del exilio intelectual y académico español, obedeció a razones económicas: pocos años antes un familiar suyo se había establecido en Caracas, lo que le garantizaba un destierro, cuando menos en principio, libre de probables tropiezos y penurias.
Ese azar familiar resultó ser providencial: el mismo año en que Nuño tomó la decisión de emigrar, en 1947, Juan David García Bacca se instalaba en Caracas, procedente de un exilio viejo ya de una década que lo había llevado a París, durante los años de la Guerra Civil, y posteriormente a Ecuador y México. El gran filósofo, pionero en España de la filosofía de la ciencia y la lógica matemática (suele olvidarse que García Bacca fue miembro del Círculo de Viena), pasó a integrar poco después de su llegada a Caracas el equipo docente de la moderna Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV), impulsada en 1944 por Mariano Picón Salas y por dos figuras del exilio español, hoy casi del todo olvidadas en su país de origen: el barcelonés Domingo Casanovas y el mallorquín Bartolomé Oliver, quienes ejercieron de decanos de la joven Facultad, respectivamente, en 1947-50 y 1950-51. El mismo García Bacca, por su parte, ocuparía el decanato en 1958.
Nuño podía así, al fin, estudiar la carrera filosófica con unos contenidos y en un marco docente definidos con criterios más amplios y actuales. Al obtener la licenciatura en 1951 en la primera promoción egresada de la nueva Facultad, recibió una beca de ampliación de estudios que le permitió asistir durante un año a los cursos de Lógica impartidos por David Pears en la Universidad de Cambridge. Y de 1952 a 1953 se instaló en París, donde cursó estudios de postgrado en la Sorbona, bajo la dirección de Maurice Merleau-Ponty.
Es en estos dos años cuando el joven filósofo se zambulle en sendas corrientes que marcaron en buena medida su trayectoria, aunque sólo una de ellas, la logicista, acabó convirtiéndose en una auténtica pasión filosófica. Pero en la década de 1950 y hasta entrada la siguiente, un ya combativo y polémico Nuño se sintió especialmente atraído por la vertiente francesa de la escuela de Husserl. Valga decir, por una fenomenología que, más “humanista” que la husserliana y alejada de las querencias heideggerianas por el bosque del Ser, ponía a su alcance, en cambio, unas herramientas de análisis menos desatentas a la condición existencial del hombre. Huelga decir que ya entonces Nuño manifestaba escasa inclinación por las ontologías de cualquier cuño.
A su regreso a Venezuela, a finales de 1953, se incorporó al equipo docente del Instituto de Filosofía de la UCV, fundado y a la sazón dirigido por García Bacca. En él siempre reconoció Nuño a su maestro, y García Bacca vio en Nuño a su discípulo más aventajado, al menos en aquellos años, a tal punto que el joven profesor “heredó” del maestro su cátedra de Filosofía Antigua. Nuño hubiese podido ceñir su ámbito de intereses profesionales a este honorable coto, que ocupó durante dos décadas. De hecho, desarrolló una carrera académica sin tacha que lo llevó a jubilarse como Profesor Titular a los 52 años, tras crear en 1960 y dirigir el Departamento de Lógica y Filosofía de la Ciencia del Instituto (1962-64) –que volvió a dirigir de 1975 a 1979– y fundar la cátedra de Filosofía Contemporánea y Lógica Matemática (1965). Ya retirado, instauró los primeros estudios de Postgrado en Filosofía de la UCV, con especialización en lógica, análisis del lenguaje y filosofía de la ciencia. Su carrera académica lo condujo ciertamente a convertirse en un “admirable helenista”, según el dictamen de Alejandro Rossi, y en un magnífico especialista en Platón, sobre el que ha dejado, en su vertiente investigadora, además de El pensamiento de Platón, el importante estudio, más técnico, sobre La dialéctica platónica que constituyó su trabajo de doctorado, bajo la dirección de García Bacca, y que apareció publicado con prólogo de José Gaos.
En la década posterior a su regreso a Venezuela, además de su actividad docente –interrumpida durante los dos últimos años de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, quien clausuró la UCV– y de la preparación de su doctorado sobre Platón, Nuño desarrolló una actividad intelectual marcada asimismo por su interés por el marxismo y por la obra de Sartre (sobre la que escribió un luminoso libro y de la que acabó siendo un crítico riguroso y escéptico). La punta más visible de este iceberg fue su participación en la creación, en 1960, de la revista Crítica contemporánea, una de las plataformas de crítica y debate de ideas más influyentes de su momento en Hispanoamérica. Despuntaba entonces otra vertiente de la actividad intelectual de Nuño, que no sólo no lo abandonaría, sino que acabaría convirtiéndose, en los últimos años de su vida, en su pasión preponderante: aplicar las herramientas de análisis filosófico a fenómenos no filosóficos propiamente dichos, pero que su formación y capacidad lo habilitaban para abordar con la mayor hondura. Esta tendencia a considerar como no ajenos a los intereses de un filósofo temas o tendencias de actualidad e interés contemporáneos señala una de las más claras divisorias entre el desarrollo de su trayectoria filosófica y su estatus de profesor de filosofía. Y es que, así como descreía en el interés para el pensamiento filosófico de los grandes sistemas ontológicos, Nuño recelaba del confinamiento del ejercicio de su disciplina en el recinto de la especialización académica. Su ideal de filosofía comportaba, ciertamente, el dominio de una técnica, pero en ningún caso admitía reducirse a él. De ahí también sus sucesivos “compromisos” con causas que poco o nada tenían que ver con las preocupaciones al uso en el mundo académico, y en cambio mucho con la libre asunción de su condición de “intelectual”: por ejemplo, su denuncia de la situación padecida en la URSS por los refuzniks judíos o su brillante enfoque del antisemitismo de izquierdas y sus raíces marxistas. Como también esa concepción abarcadora del ejercicio de su profesión explica el que durante las décadas de 1960 y 1970 ejerciera con rigor y amenidad parejos la crítica cinematográfica, publicando regularmente reseñas y ensayos en revistas especializadas y generalistas, como Cine al día y Summa, que acabó recogiendo en volumen. A despecho de la osadía que siempre entrañan estas comparaciones, no sería inexacto aplicarle a Nuño, modulándolo y adaptándolo, aquello que Cicerón decía de Sócrates: que había hecho que la filosofía bajara del cielo a la tierra, hasta hacerla entrar por las casas de los hombres. Más humildemente –sin duda también más pragmáticamente–, Nuño, ateo irredento y por tanto poco dado a escrutar los cielos, sacó a la filosofía de las aulas y la hizo confrontarse con las ideas y los hombres que pueblan el mundo.
La tercera vertiente en la obra de Juan Nuño ya ha sido mencionada: aquel interés por la lógica que lo condujo al seminario de Pears, el principal especialista de la época en Ludwig Wittgenstein y traductor, junto con Brian McGuinness, del Tractatus. Interés temprano que poco a poco fue creciendo y desarrollándose, hasta cubrir todo el horizonte propiamente filosófico de sus actividades profesionales. Llegado a un punto, tuvo la honestidad de reconocer que su formación había sido deficiente en cuanto a dominio de las matemáticas y la lógica formal, y la añadida valentía, siendo ya un reconocido especialista en Platón, de reorientar su carrera sometiéndose a un nuevo periodo de formación doctoral. Así, en 1964 dedicó su primer año sabático a estudiar en Suiza con Iosef Bochenski, discípulo de Lukasiewicz y a la sazón el más influyente historiador y metodólogo de la lógica matemática. Hijo directo de esta etapa es el único manual técnico que escribió Nuño: Elementos de lógica formal. Y la aplicación de su nueva y definitiva orientación surtió efectos notables en el ámbito académico, que resume uno de sus discípulos: “Fue Juan Nuño quien, desde su cátedra, introdujo en la comunidad filosófica [de Venezuela], primero engolosinada en su mayor parte con los hechizos de la fenomenología y del existencialismo predominantes y, luego, bajo el encantamiento de las promesas revolucionarias del marxismo, las figuras de Bertrand Russell, G. E. Moore, L. Wittgenstein, R. Carnap, W. Quine, A. Tarski y otros pensadores de las corrientes analíticas contemporáneas, cuyo impacto a la larga resultó poco menos que una liberación intelectual.”2
Los últimos quince años de su vida los dedicó Nuño sobre todo a intervenir con sus análisis desde diversas tribunas de prensa en los más variados asuntos. Pero sería un error ver en esta actividad una afición añadida a una carrera académica exitosa y ya concluida. Tampoco sería acertado caracterizarla echando mano de las categorías al uso en los medios de comunicación. Nuño no fue un comentarista más o menos especializado en temas específicos, de los que era capaz de abordar una variedad realmente asombrosa, extrayéndolos de la política, la historia, la literatura o los simples lugares comunes de las cambiantes opiniones de sus contemporáneos. Sin embargo, cualquier lector de esta parte de su obra comprende de inmediato que tiene ante sí un corpus coherente, a la par que heterogéneo. Los conocimientos adquiridos y refinados durante más de treinta años de ejercicio de la filosofía aparecen aquí perfectamente aclimatados a una función crítica esencial: contribuir al desvelamiento de las falacias e imposturas –los idola fori, habría dicho Bacon– que impiden la cabal comprensión del mundo en que vivimos. En última instancia, un objetivo invariablemente perseguido por Nuño en sus tres facetas filosóficas mayores: la de helenista, la de especialista en lógica, filosofía del lenguaje y filosofía de la ciencia, y la de intelectual comprometido con sus coetáneos.
El mejor resumen de la fascinante diversidad de la “galaxia Nuño” se encuentra en la semblanza que tras su muerte trazó su amigo, el también filósofo Alejandro Rossi, de la que extraigo estas líneas:
Juan Nuño era, para suerte nuestra, una persona complicada, lo contrario de un personaje previsible y lineal. Enamorado del mundo, curiosísimo de lo que ocurría y a la vez, un incrédulo de los grandes planes de salvación. Tal vez la fractura de la Guerra Civil Española y esos años sórdidos de la posguerra en un país pobretón, ahogado, resentido (…) influyeron en su temple intelectual. (…) Incrédulo, dije, no escéptico en un sentido más o menos técnico de la palabra. Es natural, por tanto, que le atrajeran –y le divirtieran– las contradicciones de la vida, las discordancias, la distancia hipócrita entre las palabras y los actos, y que prefiriese los instrumentos críticos de la filosofía. Creo, por ejemplo, que el interés que tuvo en su juventud por Sartre –sobre quien escribió un libro– se debía menos a las construcciones ontológicas que a la repugnancia del filósofo francés por la burguesía y sus ritos, a sus análisis de la “mala fe”. Pero no hay que confundirse: el temperamento crítico, estilo mental que nunca lo abandonó, estaba unido a una finísima cultura filosófica. Imposible recordar aquí todas sus obras y, sin embargo, sería injusto silenciar que Juan Nuño también fue un admirable helenista: ahí están sus dos excelentes trabajos: El pensamiento de Platón y La dialéctica platónica. La verdadera pasión, no obstante, era la filosofía moderna, y la inclinación crítica lo llevó a Marx –de nuevo el gusto por el desenmascaramiento– y luego a un terreno que ya aceptó, con múltiples variantes, como el suyo propio: la lógica matemática, el positivismo lógico, la filosofía de la ciencia, la filosofía analítica, etc. Allí encontró, me parece, sus claves auténticas, los amores perdurables: Frege, Russell, Wittgenstein, Carnap, Popper y muchos más. Estuvo en París, en Cambridge, y estudió con Bochenski en Suiza. Entre esos autores y temas encontró la mezcla de crítica y de racionalidad que buscaba desde su juventud. (…) Sobre casi todos los asuntos y pensadores citados nos dejó un libro o un artículo. Obra firme, erudita, original, entre lo más recordable de la filosofía en lengua española contemporánea.3
***
En Confesiones profesionales, José Gaos recuerda que para su maestro Ortega la filosofía kantiana había sido “su prisión durante aproximadamente diez años”.4 El mismo Gaos reconoció en la fenomenología de Husserl y el existencialismo ontológico heideggeriano sendas cárceles filosóficas en las que anduvo metido de inquilino durante tres décadas. Nuño, que enseñó Filosofía Antigua durante veinte años, nunca abandonó del todo su querencia por Platón, pero no por ello vio en el platonismo una cárcel. Si acaso, lo suyo con el ateniense fue un amor sujeto a cambios y algún ocasional eclipse. En otras palabras, un matrimonio. Que pasó por todas sus fases: la pasión y el deseo iniciales, el compañerismo cómplice, el cultivo amable de la soledad à deux. Y que a pesar de las infidelidades de Nuño, éste no quiso o se atrevió a resolver en divorcio. “El ejemplo del monógamo intelectual”, como definiera Nuño a Platón, haciéndose eco de Unamuno, al menos en este punto logró imponerle su lógica.
Que Nuño casó con la filosofía de Platón lo demuestra la pervivencia en su obra filosófica de enfoques y lecturas directamente tributarios de su propia interpretación del platonismo, plasmada con claridad en El pensamiento de Platón. Empezando por el ya señalado rasgo: la idea de que filosofar no equivale forzosamente a elaborar sistemas cerrados y totalizadores y que sin duda tiene mucho más de actividad incesante que de producto acabado. Ya en Sentido de la filosofía contemporánea situaba Nuño el ámbito propio de la filosofía en la esfera del hacer, haciendo suya la proposición de Wittgenstein que declara a esta disciplina “no doctrina, sino actividad”. Y ya entonces despuntaba lo que podría denominarse la “pulsión taxonómica” de Nuño, una pulsión, conviene aclararlo, no basada en la postulación de que lo esencial de las filosofías sea su adscripción a tales o cuales “escuelas” o “corrientes”, sino en la observación atenta a la recurrente prevalencia de un puñado de temas. Tal concepción es, a un tiempo, pesimista y esperanzada: si es cierto que nihil novum bajo el cielo de la filosofía, tampoco lo es menos que la filosofía renace o recomienza incesantemente. “Contra lo que puedan pensar progresistas y sistemáticos, los auténticos problemas filosóficos ni siquiera se disuelven: reaparecen, vuelven a plantearse.”5 Esta visión de la filosofía como “eterno retorno”, tributaria en primera instancia de su lectura de Platón, germinó poderosamente en dos obras que no toman a Platón como objeto propio de análisis, pero que merecen plenamente el epíteto de “platónicas” o, al menos, de “platonizantes”: Los mitos filosóficos y La filosofía en Borges.6 La dedicada al escritor argentino es reconocida como el mejor análisis filosófico de la obra borgeana y la filosofía que la nutre, pero es sin duda en Los mitos donde Nuño expone con más claridad su visión global de la filosofía, a la luz de la apuntada enseñanza platónica:
[No] se propone con esto de los mitos filosóficos una ineluctable cadena de idénticas repeticiones, debidamente reguladas, ni siquiera se apunta hacia una clave interna de semejante proceso de reiteraciones. Se afirma, sin más, que los limitados temas filosóficos asumen formas diversas, pero permanecen en tanto tales núcleos de temas.
(…) De tal forma que hacer filosofía es empresa repetitiva no por mor de una platónica identidad sustancial, sino por limitación creativa del propio filósofo, que se ciñe a uno, cualquiera de sus mitos favoritos, aunque suela hacerlo las más de las veces con la ingenuidad y el entusiasmo del amante neófito. En vez de un gran y gigantesco telón de fondo de ideas eternamente idéntico a sí mismo, lo que existe culturalmente hablando es un número finito de temas, que son los que corresponden a los diferentes mitos filosóficos engendrados y desarrollados sucesivamente por la humana cultura.7
Junto a esta visión de la filosofía como reiterativo tomar y retomar, andar y desandar temas propiamente filosóficos, para Nuño era indispensable que la reflexión ad hoc –la filosofía como actividad, no como doctrina– se basara en conocimientos comprobables acerca del mundo y del hombre. Tengo para mí que esta es una de las razones de la poderosa fascinación que sobre él ejerció siempre Platón, y a la vez una de las claves de su mitigado gusto por Aristóteles, “cuya capacidad de simplificación esquemática de los autores a los que comenta es inagotable”8. Nuño, que descreía en los esquematismos erigidos en sistema, no pensaba que la búsqueda de la verdad filosófica fuera inconciliable con el ejercicio de la humana libertad. De hecho, aunque nunca se permitió la prepotente osadía de proclamarlo, esos dos términos –verdad filosófica, humana libertad– se implicaban mutuamente: no hay verdad filosóficamente alcanzada que no nazca del libre ejercicio de la condición humana, y toda verdad filosóficamente pensada (y vivida) engendra la condición de nuevas formas de libertad. Entre todas, de la más genuina, la propiamente filosófica: libertad de dogmas y doctrinas. Para Nuño –y, desde su óptica, para Platón– esa libertad es siempre fruto del arraigo de las ideas en la realidad. “A menos que todavía vivamos de mitos, tendremos a la filosofía como producto humano y dependiente, por consiguiente, de las actitudes, posiciones, conveniencias e intereses de quienes, de una u otra manera, para uno u otro fin, la manejan, si es que no la practican.”9
Asimismo, y de manera general, la orientación dada por Nuño a su carrera de investigador y docente a partir de la década de 1960, aunque aparentemente lo alejaba del estudio stricto sensu de la Filosofía antigua, no puede sin embargo comprenderse en su intención última sin referencia al autor de la República. A Nuño le atraían sobremanera los usos del lenguaje y el señalamiento de los peligros que entraña su mal uso y abuso. Una actitud de desconfianza que en última instancia bebe de la fuente platónica, y que también de ella extrajo la fascinación por “paradojas, criterios de verdad, niveles de lenguaje, tautologías”10, antes de fortalecerla y refinarla a su paso por las filosofías del lenguaje y por aquellos escritores –sobre todo, Cervantes y Lewis Carroll– en los que halló materia para varios de sus cursos de postgrado en lógica.
En última instancia, El pensamiento de Platón contiene ya en germen el tronco y las ramas del árbol filosófico plantado por Nuño. En sí, libro magistral que abarca la obra más seminal de la filosofía occidental (si, con Whitehead, pensamos que la tradición toda de la filosofía europea consiste en una serie de notas a pie de página al corpus platónico) centrándose en “el curso del desarrollo filosófico platónico, mediante el hilo conductor antropológico”11, también ofrece la mejor introducción a los objetivos filosóficos de su autor. Quien antes de morir, en mayo de 1995, acariciaba dos proyectos: un estudio dedicado a Wittgenstein y una (nueva) revisión de Platón. El impulso para este segundo trabajo, por conversaciones y algunas notas dejadas por Nuño, se lo proporcionó la edición de la Obra completa de Platón en la traducción de García Bacca.
Platón acabó siendo para Nuño, así, principio y previsible, aunque no cumplido, final de una trayectoria filosófica ejemplar, a la vez tributaria de aquella temprana fascinación y libre de sus muchas mazmorras filosóficas. De quien aprendió, sobre cualquier otra enseñanza, la lección del compromiso con la búsqueda de la verdad, y a quien bien puede aplicársele, a su vez, su propia definición del ateniense: “antes que nada, fue un hombre con los pies en la tierra y la vida dedicada a los asuntos de su ciudad, sin escapismo ni subterfugios intelectuales”.12
Coda
Del hecho genético de ser hija de Juan Nuño no se desprende forzosamente la consecuencia de que no llegara a conocerlo. Ya se sabe: nuestros seres más próximos y queridos se nos vuelven invisibles con el trato cotidiano, y la costumbre nos conduce a fijar la imagen que de ellos tenemos en una estampa clara, aunque también simplificada. Juan Nuño era mi padre, ciertamente, pero nunca alcancé a figurármelo siquiera principalmente como tal. Todo el mérito, por descontado, es suyo, ya que sin dejar de serlo, fue naturalmente muchas otras cosas. Un amigo, un consejero, un compañero. He dicho “naturalmente” porque era todas esas cosas sin impostación o esfuerzo, y me consta que lo fue también con quienes lograron penetrar en el recinto de su intimidad.
Si la palabra no hubiera acabado cargándose de tantas connotaciones negativas, diría que Nuño fue ante todo un intelectual a carta cabal. Su modo de estar en el mundo era, y perdóneseme la tautología, precisamente ése: estar en él. No se sentía ajeno a nada de lo que aconteciera a su alrededor y que tuviera un impacto en nuestras vidas: la política, el debate de ideas, la ciencia. La literatura, el cine, la música. De todo ello se nutrió y sobre casi todo escribió, y aun sobre fútbol, una de sus pasiones, nos dejó un ensayo luminoso.13
Si tuviera que resumir en una sola palabra la impresión que me producía verle y conversar con él, no dudaría un instante: un viaje. Ojo: no una aventura, sino un trayecto deseado y planificado a través de una comarca que se ha decidido recorrer para descubrirla o conocerla mejor. A veces el viaje era real: Juan Nuño adoraba viajar. Más de una vez le oí decir que su ideal de vida consistía en no tener casa propia y poder vivir en un hotel, preferiblemente en una ciudad desconocida. Al placer sumo de descubrir –y además sin ser descubierto: anónimamente–, sumaba el de compartir sus descubrimientos con sus amigos y familia. Pero incluso si no se viajaba físicamente a su lado, bastaba con conversar con él para acabar descubriendo algo nuevo. Y no sólo porque sus ideas y reflexiones fueran casi siempre originales y sustanciosas, sino porque hablando con él se sacaban a la luz pensamientos que no habíamos formulado antes, por pereza o falta de debida atención. De un modo aparentemente casual, Nuño llevaba a su interlocutor de la mano hasta un ámbito que podía reconocer como nuevo y a la vez propio. Un ámbito mental, sin duda, pero no por ello menos amable y habitable. Sin proponérselo, pues –aunque esto quizás sea cierto a medias solamente–, Nuño aplicaba en su conversación una variante, afortunadamente menos didáctica, de la mayéutica socrática.
Había una contradicción insalvable entre su verdadero carácter y naturaleza y la imagen que de él podían llegar a tener quienes sólo lo conocían a través de sus escritos, sobre todo si habían sido objeto de alguna de sus mordaces críticas. Era un hombre genuinamente reservado y dotado de una finísima sensibilidad, lo que le hacía detestables las multitudes en cualquiera de sus formas. Pero era todo salvo un misántropo, y buscaba siempre que podía la compañía de sus amigos, que procuraba enmarcar en ocasiones placenteras y gratificantes: una buena comida o cena, la visita a un museo, un paseo por un hermoso rincón de la ciudad donde se encontrara. Detestaba sentar cátedra, es decir reducir a sus interlocutores a la condición de público o comparsas. De ahí le venía también, creo, su detestación de algunos filósofos claramente afectos al monólogo, como Ortega o Heidegger, y su embeleso por pensadores y escritores que ejemplifican la urbanidad del diálogo, de Russell a Borges, de Oscar Wilde a Orwell.
Sólo quienes no saben de la verdadera circunspección pueden asombrarse de que un hombre reservado sea a la vez un polemista feroz. Quien no gusta de banderías, sectas y capillas, en realidad, es mucho más libre de formular públicamente sus ideas; no le debe, a la hora de pensar por su cuenta, nada a nadie, y se debe sólo a sus convicciones. Nuño tenía merecida fama de polemista temible, es cierto. Pero había algo más, algo que no sólo infundía respeto, sino que lograba que sus lectores, o muchos de ellos, se sintieran más inteligentes después de haber leído sus comentarios, lúcidos, honestos y, a ratos, acerados. Junto a una prosa magnífica –un castellano límpido, sin afeites retóricos, claro y preciso y a la vez elocuente y sonoro–, Nuño ponía en práctica esa virtud clásica en autores seguros de sus ideas y maduros en el dominio de sus herramientas que consiste en apelar a la inteligencia del lector. Nunca incurría en la grave falta ética de suponerle menos luces de las que él tuviera, y por descontado no buscaba halagarlo alimentando sus prejuicios e ideas preconcebidas.
Referiré sólo una anécdota para ilustrar el impacto que producían en sus lectores caraqueños los artículos de opinión que, en los últimos años de su vida, publicaba semanalmente en varios diarios de la capital venezolana. Sucedió días después de su muerte. Yo había ido a la oficina de correos donde Nuño tenía residenciado su apartado postal a retirar la correspondencia que se hubiera acumulado. Una empleada, que me vio hacer tal cosa, se acercó a preguntarme si yo era un familiar “del Sr. Nuño”. Sabía de la muerte de mi padre por la prensa: todos los periódicos del país publicaron la noticia, los más importantes en primera plana, y durante semanas acogieron homenajes en forma de comentarios a su obra y testimonios de amigos. Luego de darme el pésame, aquella mujer –una empleada de correos, insisto, no una universitaria o una profesional– pronunció, con palabras simples, el mejor homenaje póstumo con el que puede soñar un pensador: “No sabe cuánto vamos a echarlo de menos”.
Por fortuna, podemos mitigar esa nostalgia leyendo y releyendo a Juan Nuño.
Ana Nuño
Barcelona, junio de 2007.
Notas:
1. En el caso de Nuño, es justicia mencionar a Javier Muguerza, Victoria Camps y Fernando Savater. Y, entre sus estrictos coetáneos, a Emilio Lledó.
2. J. H. Martín [Julio Hernández], “Juan Nuño: De la Academia a la Crítica de la cultura cotidiana”, Caracas, Episteme, vol. 17 nº 2, junio 1997.
3. Alejandro Rossi, “Juan Nuño”, México, Vuelta, Julio de 1995, p. 52.
4. José Gaos, Confesiones profesionales, México, Tezontle, 1958, p. 38.
5. Juan Nuño, El pensamiento de Platón, México, FCE, 1988, p. 11.
6. Originalmente publicado con el título La filosofía de Borges. Era expreso deseo de su autor que el definitivo, en caso de reeditarse, fuera La filosofía en Borges.
7. Juan Nuño, Los mitos filosóficos. Barcelona, Reverso Ediciones, 2006, pp. 210-212.
8. Juan Nuño, El pensamiento de Platón, op. cit., p. 158.
9. Juan Nuño, Sentido de la filosofía contemporánea, Caracas, EBUC, 1965, p. 36.
10. Ver, por ejemplo, “El barbero y las pompas de jabón”, en Juan Nuño, La veneración de las astucias. Ensayos polémicos, Caracas, Monte Ávila, pp. 85-88.
11. Juan Nuño, El pensamiento de Platón, op. cit., p. 11.
12. Ibid., p. 16.
13. “Razón y pasión del fútbol”, México, Vuelta 116 (Julio de 1986), pp 22-26.
Bibliografía de Juan Nuño:
- La revisión heideggeriana de la historia de la filosofía. Caracas, Episteme, 1962.
- La dialéctica platónica. Su desarrollo en relación con la teoría de las formas. Caracas, Episteme, 1962.
- El pensamiento de Platón. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1963; 2ª ed. México, Fondo de Cultura Económica, 1988.
- Sentido de la filosofía contemporánea. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1965; 2ª ed., 1980.
- Sartre. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1971.
- El marxismo y las nacionalidades. El planteamiento de la cuestión judía en el marxismo clásico. Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, 1972.
- La superación de la filosofía y otros ensayos. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1973.
- Elementos de lógica formal (1975). 2ª ed. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1980.
- El marxismo y la cuestión judía. Caracas, Monte Ávila, 1977.
- Compromisos y desviaciones. Ensayos de filosofía y literatura. 2ª ed. Caracas, Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela, 1978.
- Kafka: clave judía. Mérida, Editorial Venezolana, 1983.
- Los mitos filosóficos. Exposición atemporal de la filosofía. México, Fondo de Cultura Económica 1985; 2ª. ed. Barcelona, Reverso Ediciones, 2006.
- 200 horas en la oscuridad. Crónicas de cine. Caracas, Ediciones de la Dirección de Cultura, Universidad Central de Venezuela, 1986.
- La filosofía de Borges. México, Fondo de Cultura Económica, 1986; 2ª ed.: La filosofía en Borges. Barcelona, Reverso Ediciones, 2005.
- Sionismo, marxismo, antisemitismo. La cuestión judía revisitada. Caracas, Monte Ávila, 1987; 2ª. ed. Barcelona, Reverso Ediciones, 2006.
- Doble verdad y la nariz de Cleopatra. Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1988.
- La veneración de las astucias. Ensayos polémicos. Caracas, Monte Ávila, 1988.
- La escuela de la sospecha. Nuevos ensayos polémicos. Caracas, Monte Ávila, 1990.
- Fin de siglo. Ensayos. México, Fondo de Cultura Económica, 1992.
- Escuchar con los ojos. Caracas, Monte Ávila, 1993.
- Ética y cibernética. Caracas, Monte Ávila, 1994."
Muchas gracias, Ana. Recibí y leí con deleite tu introducción a un libro que hace poco recordaba con un amigo y cuya reedición echábamos de menos. Me emocionó leerte.
Me gustaría conversar contigo acerca de la posibilidad de una antología de tu padre para Biblioteca Ayacucho.
De nuevo, gracias por ese regalo.
Freddy
Ana, quiero agregar que escribiste una excelente introducción, tanto al libro como al autor.
Un abrazo,
Freddy
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