Jesús Sanoja Henández (1930-2007)
El lector buscó en su biblioteca y no encontró nada. Escribió después el nombre del autor en Google y tampoco. Tecleó otro nombre y la previsible respuesta de “cero resultados” no se hizo esperar. Insistió, esta vez en una hemeroteca que le es familiar y después de una larguísima pesquisa dio con un artículo de prensa del año 68. El autor del artículo era Luis Alberto Crespo, cuyo primer libro obtuvo una mención en el mismo concurso donde el poemario reseñado por él había logrado una distinción semejante. Con los anteriores datos –ciertamente insuficientes- tienen que ser muy pocos los que ya saben que el lector estaba indagando acerca de La mágica enfermedad, de Jesús Sanoja Hernández, un formidable libro raro que todavía –como todo libro raro- anda en busca de lectores y críticos cómplices, por decirlo de un modo famosamente cortazariano.
El lector había seleccionado algunos poemas de ese libro como material para sus clases de Comprensión de Venezuela, porque quería comenzar su paseo nacional desde Angostura. Ni en las antologías más célebres ni en los estudios sobre poesía venezolana consultados encontró una mención al libro de Sanoja que valiera la pena. Especuló sobre las razones de ese descuido. Pensó en las frecuentes desatenciones de la crítica, en los cánones transitorios y dio gracias a los verdaderos poetas por escribir siempre “en una lengua extranjera”, como alguna vez lo dijo Marcel Proust, hablando de crítica y literatura. Pensó también que si bien el texto de Crespo penetra con lucidez y regocijo en el paisaje de La mágica enfermedad y en sus imágenes vegetales y mineras, el lector avisado (o pervertido) por la estética de la recepción, observa ahora que el breve reparo final que Crespo le hizo a los poemas de Sanoja constituye para él uno de los mayores atractivos del libro releído casi cuarenta años después de su primera edición.
El lector tomó nota y transcribió: “Tal vez La mágica enfermedad adolezca parcialmente de excesivo formalismo. A veces el libro se resiente de una abundosidad retórica e impide que sigamos en constante asombro. La elegancia sucumbe de pronto ante ropajes extraños, usados en medio de un paisaje donde lo primitivo, lo originario, el color salvaje, impiden los usos cultistas. Lo legítimo en el libro reside en el propósito de erigir un lenguaje poético vegetal y mágico, dicho a partir del continente, de lo nacional”. Fascinado por el barroco de Sanoja, por los giros herméticos que le recuerdan al siglo de oro y por la mirada gongorina a los pájaros del Orinoco, el lector retuvo una frase del párrafo transcrito y la anotó para resolver su nuevo acercamiento a La mágica enfermedad: “Ropaje extraño”. Vino a su memoria, primero pura, vestida de inocencia y después la fue vistiendo de no sé qué ropajes. Mezcló a Crespo con Jiménez, quienes por poetas -no por críticos-, le dieron las pistas, y se quedó con Lezama y con los atavíos verbales de Sanoja. Creyó encontrar en éste a un adelantado de lo que en los noventa comenzaría clamorosamente a llamarse neobarroco, más por afán argentino de establecer tendencias, que por certeza literaria y le dio, entonces, la razón a su amigo Gonzalo Ramírez. Así, leyó de nuevo con infinita fruición el poema Pájaro y lo encontró espléndido:
Allá va el azulejo entre montes y aparejos,
el minue muerte en su ala es aguja, fibra pequeña
de su canto maltrata insectos silvestres, piñas de color.
Allá va el tucusito rondando su corazón de magia
y lanzando en tijera, en pico, en agradable pluma
sobre un sueño que choca, gongorino, en el verano.
Allá rasga el perico gorgorán de cielo, falsifica
sombras para lanzas de escarmiento, verdes amores.
Allá cierra ojo un moriche y desentona y deshilacha
y a medianoche en sepulcro lila, final de elipsis,
y vuelve de mañana con cuerdas de Bach en el trino.
Allá dóblase el turpial en gonzalito, la trenza farsante
anúdase en locura, evidente cava de deseo, peligro.
Allá va lo elevado, latido de los ángeles, más, más
inquina en el espacio, invento del tiempo sobre matas
para instalar ritmos por detrás, arriba, en las señales,
mientras la música troza corolas y pone fuegos y perfumes.
Más tarde, releído el libro por completo, el lector pensó que estaba en presencia de una de las obras más importantes de la poesía venezolana y que su inepcia como crítico no le impedía seguir buscando adhesiones para su entusiasmo. Pensó en una crítica que volviera su mirada hacia las vísperas perdidas y se asombrara de lo que no se asombró en su momento. Pensó en la crítica como autocrítica (así la quiso en una ocasión Julio Miranda) y fantaseó con una Comprensión de Venezuela fundada sólo en la lectura de poemas, sin propósitos escolásticos, sino con la entera libertad del riesgo y la aventura. Supo que no estaba pensando en nada nuevo, pero que tampoco se trataba de innovar, sino de recuperar el viejo modo afectivo de acercarse a la literatura para que fuese ella -y no nosotros- la encargada de deletrearnos. Pensó en tantos estudios críticos banales y superfluos, pero no los desechó por temor a tener que enmendarse algún día. La buena escritura nunca es banal, se dijo, aunque su tema lo parezca, aquí y ahora.
El lector había seleccionado algunos poemas de ese libro como material para sus clases de Comprensión de Venezuela, porque quería comenzar su paseo nacional desde Angostura. Ni en las antologías más célebres ni en los estudios sobre poesía venezolana consultados encontró una mención al libro de Sanoja que valiera la pena. Especuló sobre las razones de ese descuido. Pensó en las frecuentes desatenciones de la crítica, en los cánones transitorios y dio gracias a los verdaderos poetas por escribir siempre “en una lengua extranjera”, como alguna vez lo dijo Marcel Proust, hablando de crítica y literatura. Pensó también que si bien el texto de Crespo penetra con lucidez y regocijo en el paisaje de La mágica enfermedad y en sus imágenes vegetales y mineras, el lector avisado (o pervertido) por la estética de la recepción, observa ahora que el breve reparo final que Crespo le hizo a los poemas de Sanoja constituye para él uno de los mayores atractivos del libro releído casi cuarenta años después de su primera edición.
El lector tomó nota y transcribió: “Tal vez La mágica enfermedad adolezca parcialmente de excesivo formalismo. A veces el libro se resiente de una abundosidad retórica e impide que sigamos en constante asombro. La elegancia sucumbe de pronto ante ropajes extraños, usados en medio de un paisaje donde lo primitivo, lo originario, el color salvaje, impiden los usos cultistas. Lo legítimo en el libro reside en el propósito de erigir un lenguaje poético vegetal y mágico, dicho a partir del continente, de lo nacional”. Fascinado por el barroco de Sanoja, por los giros herméticos que le recuerdan al siglo de oro y por la mirada gongorina a los pájaros del Orinoco, el lector retuvo una frase del párrafo transcrito y la anotó para resolver su nuevo acercamiento a La mágica enfermedad: “Ropaje extraño”. Vino a su memoria, primero pura, vestida de inocencia y después la fue vistiendo de no sé qué ropajes. Mezcló a Crespo con Jiménez, quienes por poetas -no por críticos-, le dieron las pistas, y se quedó con Lezama y con los atavíos verbales de Sanoja. Creyó encontrar en éste a un adelantado de lo que en los noventa comenzaría clamorosamente a llamarse neobarroco, más por afán argentino de establecer tendencias, que por certeza literaria y le dio, entonces, la razón a su amigo Gonzalo Ramírez. Así, leyó de nuevo con infinita fruición el poema Pájaro y lo encontró espléndido:
Allá va el azulejo entre montes y aparejos,
el minue muerte en su ala es aguja, fibra pequeña
de su canto maltrata insectos silvestres, piñas de color.
Allá va el tucusito rondando su corazón de magia
y lanzando en tijera, en pico, en agradable pluma
sobre un sueño que choca, gongorino, en el verano.
Allá rasga el perico gorgorán de cielo, falsifica
sombras para lanzas de escarmiento, verdes amores.
Allá cierra ojo un moriche y desentona y deshilacha
y a medianoche en sepulcro lila, final de elipsis,
y vuelve de mañana con cuerdas de Bach en el trino.
Allá dóblase el turpial en gonzalito, la trenza farsante
anúdase en locura, evidente cava de deseo, peligro.
Allá va lo elevado, latido de los ángeles, más, más
inquina en el espacio, invento del tiempo sobre matas
para instalar ritmos por detrás, arriba, en las señales,
mientras la música troza corolas y pone fuegos y perfumes.
Más tarde, releído el libro por completo, el lector pensó que estaba en presencia de una de las obras más importantes de la poesía venezolana y que su inepcia como crítico no le impedía seguir buscando adhesiones para su entusiasmo. Pensó en una crítica que volviera su mirada hacia las vísperas perdidas y se asombrara de lo que no se asombró en su momento. Pensó en la crítica como autocrítica (así la quiso en una ocasión Julio Miranda) y fantaseó con una Comprensión de Venezuela fundada sólo en la lectura de poemas, sin propósitos escolásticos, sino con la entera libertad del riesgo y la aventura. Supo que no estaba pensando en nada nuevo, pero que tampoco se trataba de innovar, sino de recuperar el viejo modo afectivo de acercarse a la literatura para que fuese ella -y no nosotros- la encargada de deletrearnos. Pensó en tantos estudios críticos banales y superfluos, pero no los desechó por temor a tener que enmendarse algún día. La buena escritura nunca es banal, se dijo, aunque su tema lo parezca, aquí y ahora.
Retornó a su tarea inicial de preparar el programa de la asignatura con la cual pretenderá, sólo a través de imágenes poéticas, la difícil comprensión de su patria. Escribió "Orinoco" y también los nombres de Sanoja, de Pineda, de Alarico, de Sánchez Negrón, de García Morales, de Sucre, de Luz Machado y de Mimina, a sabiendas de que iría descubriendo tras cada imagen, otra y otra y otra…y muchos mundos distantes, inabarcables y desconocidos.
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