"Ellos creen que he muerto. Nunca se han desvivido”
Ludovico Silva
1. El lector tiene en sus manos un libro descomunal. Por circunstancias que alguna vez nuestro filósofo calificó de “dolorosas” o por la explicable fatiga de habérselas con la obra entera de Marx en varios idiomas, esta prodigiosa composición significó para Ludovico Silva un prolongado y arduo desafío. He empleado el vocablo “composición” adrede y no sólo porque sé que su resonancia musical sería del agrado del autor, como puede comprobarse en su prefacio, sino también porque me ilustra, con más precisión que otra palabra, el armonioso tejido teórico que albergan estas páginas. Superar limitaciones bibliográficas para componer lecturas y traducciones, deshacer entuertos interpretativos, enmendar planas de autorizados exégetas, nadar contra las corrientes dogmáticas, indagar la genealogía de desdibujados conceptos marxistas e hilvanarlo todo de manera impecable y prístina, tiene, sin duda, algunos rasgos de proeza intelectual. Confío en que los lectores, al cerrar el libro, convendrán conmigo en que esta efusión se justifica.
Además de vertebrar su teoría de la alienación, Ludovico Silva nos devuelve a Marx en su integridad, sin fisuras, invicto, sobreviviente a todas las desgracias filosóficas y a todas las crisis del pensamiento. Marxista hasta en sus maneras argumentales, Ludovico parte de ideas que parecen correctas, pero de las que no estamos seguros. Poco a poco nos va enganchando en un periplo analítico que concluye con la demostración palmaria de que su tesis era cierta. Cierta y evidente, pero no irrefutable, porque su lúcido recorrido filosófico nos invita también a la crítica permanente, que tanta falta nos hace en estos tiempos complejos y difusos.
2. Venimos de un largo y extenso proceso de alienación, merced al cual hemos perdido hasta nuestro territorio más entrañable: la palabra. Así, ya no llamamos a las cosas por su nombre ni empleamos los viejos vocablos que gracias al esfuerzo intelectual de pensadores como Marx, sirvieron para iluminar las zonas más oscuras de la realidad social y de la historia. Dejamos de hablar de alienación, por alienados. En verdad, dejamos de pensar en un sentido crítico y nos entregamos a la molicie académica, al letargo inducido por los lemas o al embrutecedor tedio mediático. Por eso, también perdimos las palabras. Recuperarlas es urgente. Una de ellas, alineación, nos puede servir, sobre la base de su idónea construcción marxista, para descifrar cuanto nos pasa en este reino del espectáculo en que nos movemos, o en que nos mueven, para ser más exactos.
Estar alienado es también dejar de pertenecer a una memoria, a una tradición, a una cultura, a un pensamiento fuerte, en fin, a uno mismo. Es el desarraigo total, condición indispensable para que prospere la hegemonía demoledora del capital y para que el consumo nos consuma vertiginosamente, como la más brutal de las tecnolatrías lo ordena. El consumo, es, simultáneamente, un acto de posesión y de desposesión, como en alguna oportunidad leí en un texto de Argullol. Los “consumidores” no establecen una relación verdadera con nada. El mercado los obliga al desecho inminente. Para él no es necesaria la necesidad real, sino su ilusión. La inercia de su funcionamiento es irrefrenable y la autodegradacion es su slogan. Muy lejos estamos del vínculo que antaño podíamos establecer con lugares, seres y cosas de nuestro afecto. Una normalidad patológica nos circunda. Uniformamos lenguajes, programas educativos, opiniones y hasta sueños, según el código legitimado en las democracias del “consenso” y de la “cohesión”. Nada que ver con la belleza del personaje de una película que ahora recuerdo. Me refiero al viejo ex-marino de En construcción (filme del español José Luis Guerín), capaz de invertir la lógica del mercado y de transformar la basura en una maravilla cotidiana. Cartonero o recogelatas del barrio chino de Barcelona (hoy Raval), el adorable viejo de la película va sacando de su bolso cachivaches y los convierte de inmediato en tesoros que llenan su vida y que gracias a su imaginación lo concilian con el mundo y le permiten tener “caprichos de gente caprichosa” y no burda y aburridamente el previsible objeto de moda que se compran todos los vecinos. También con las palabras ocurre lo mismo en nuestras comarcas intelectuales.
3. Un día Andy Warhol tomó una lata de Sopa Campbell y la convirtió en una obra suya, es decir, en una supuesta obra de arte. Eso fue suficiente para dar por descubierta la veta más rentable de su oficio. El Pop Art tuvo así su acierto capital: transformar la mercancía en arte sin que dejara de ser mercancía, sino que, por el contrario, pasara a serlo en un grado mayor y de una manera más exquisita. Son incontables los millonarios que exhiben en las paredes de sus casas la famosa lata cotidiana firmada por Andy Warhol, autor, además, de una frase emblemática para este mundo de la alienación ideológica: “No hay arte más fascinante que ser bueno para los negocios”. Gabriel Zaid, con su habitual acierto, ejemplifica con el caso Warhol la perversión axiológica del arte de nuestro tiempo, según la cual las obras valen o no, según su éxito en el mercado. “Dime cuál es tu éxito de ventas y te diré cuánto vales artísticamente”, parece ser la máxima en estos tiempos en que impera más que nunca la religión del mercado.
La desfachatez mercantil de un artista como Warhol es perfectamente compatible con la lógica del sistema capitalista descubierta por Marx. Hasta la más mínima ocurrencia puede ser transformada en valiosa mercancía. Podemos envasar el vacío y venderlo a precio de oro, así como colocar sobre el plato el menú de degustación virtual de Ferrán Adriá y pagar una fortuna por disfrutarlo en el Bulli, sancta sanctorum de la deconstrucción culinaria, una mercancía más de la industria del gusto.
Ejercer el control de la apariencia es hoy tan importante como ejercer el monopolio de la weberiana “violencia legítima”. No importa ser. Lo indispensable es parecer. Y que la opinión, nunca el pensamiento, se encargue de validar las apariencias. La ceremonia de esas banalidades vive hoy en día un apogeo que Marx previó en su insuperable y minucioso examen de esa maquinaria demoníaca llamada capitalismo y que Ludovico Silva en las páginas de este libro nos esclarece de modo magistral.
4. Por mucho tiempo se pretendió reducir las teorías de Marx a una tesis económica que denunciaba la inexorable debacle del proletariado en virtud del voraz capitalismo, dejando por fuera realidades que se enviaban al desván de la “superestructura”. Esa visión reductiva y parcial fue promovida ampliamente tanto por marxistas como por antimarxistas. Se le restó importancia al tema de la ideología y se descartó el problema de la alineación, ambos de gran relieve en toda la obra de Marx, como lo constató Ludovico Silva. En este libro se asume y se demuestra, con rigor y sapiencia innegables, que la alienación es una categoría que abarca a la sociedad entera y que no es válido seguirla fragmentando y menos aún, verla sólo como ocurrencia filodóxica de una Marx juvenil. En el capítulo dedicado al fetichismo encontraremos eficaces ejemplos, semejantes a los ya dichos, pero acompañados de una portentosa reflexión que ya quisieran para sí algunos pensadores europeos dedicados a estudiar la transformación de todo en mercancía y en algo que es cada vez más apabullante y tentacular, mediante el empleo de los medios de comunicación: en espectáculo.
5. Los aportes de Ludovico Silva son, en primer lugar, originales, en el sentido de que provienen de su propia lectura, de su lectura directa y heterodoxa de Marx, independientemente de las inevitables y lógicas coincidencias con los contados autores que también hicieron lo mismo: ir a las fuentes. En segundo lugar, son fecundantes, provocadores y oportunos. Cuestionar el marxismo teológico de pesadas burocracias comunistas y desmontar el marxismo de los caletreros de manuales, fue sin duda una contribución al pensamiento crítico y, sobre todo, a la ampliación de un panorama que estaba dominado por la repetición de dogmas, en algunos casos o por la traición a unos ideales, en otros. Probar el verdadero carácter del concepto de “alienación” en Marx no es de poca monta. Eso y más hizo Silva en este libro. Y digo más porque La alienación como sistema es también una biografía intelectual de Marx, una cartografía amable del contexto en que se produjeron sus obras y un recorrido entrañable por algunos momentos cruciales de su vida.
6. A comienzos de los 70 me aproximé con timidez a Ludovico Silva. Yo venía leyéndolo con interés y fidelidad desde 1966 en sus artículos de El Nacional, pero fue la lectura de La plusvalía ideológica, el mismo año de su publicación (EBUCV, 1970, con el histórico prólogo de Juan Nuño), lo que me convirtió definitivamente en uno de sus entusiastas admiradores. Con ese fervor por su obra me le acerqué un día para pedirle que aceptase una invitación para hablar del “carácter ideológico de lo jurídico” en unas jornadas que organizábamos algunos estudiantes de la Facultad de Derecho de la UCV. Ludovico aceptó de inmediato, sin condiciones. Ese primer acercamiento personal al estimadísimo autor, me reveló de una vez la serena calidez de su trato y la amabilidad de su presencia, virtudes que me fueron ratificadas el inolvidable día de su intervención. No sólo llegó a tiempo, sino que me entregó la copia del texto que escribió para nosotros en esa oportunidad. Aún conservo esas hojas mecanografiadas (con tres correcciones suyas, hechas a puño y letra) que contenían un llamado a que iniciáramos entre nosotros la crítica radical de la ley como instrumento de represión y como herramienta al servicio de los dueños del capital. Nos exhortó a que dejáramos de considerar al derecho como “teoría pura” kelseniana y nos percatáramos de su carácter de aparato ideológico práctico y cotidiano. A partir de ese momento inicié con Ludovico un discreto vínculo amistoso que permitió nuevas participaciones suyas en actividades de la Facultad (recuerdo una en la que estuvo acompañado por Luis Britto García), así como el generoso disfrute por mi parte de sus opiniones en torno de autores y libros sobre los cuales le indagaba en gratas conversaciones de cafetín ucevista. Dejé de verlo porque me fui a España en el 73 para hacer estudios de postgrado. Antes de irme lo visité para recibir de él un paquete de libros y dos cartas, en las cuales, para mi sorpresa, le agradecía a los destinatarios la eventualidad de cualquier favor que pudiese requerir de ellos el cartero ad hoc que las llevaba. Ese gesto suyo, absolutamente motu proprio, me reveló que su amistad no era sólo un decir y que su camaradería no era sólo un abrazo. Ludovico me demostró que para él ser compañero era un acto de fe y de confianza.
Por último, si bien este es el libro de un estupendo filósofo marxista, también lo es de un valiosísimo poeta, cuya prosa vale, no sólo por lo que dice, sino también por el cálido modo en que lo dice. De allí su gracia imponderable.
Freddy Castillo Castellanos
1 comentario:
Excelente texto. Ya era hora de que se reeditara a Ludovico. De no ser por algunas librerías de viejos prácticamente nada se consigue de él. Un abrazo
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