Hay poetas que cultivan la desmemoria y a partir del olvido van fraguando su palabra aséptica. En algunos casos, ésta se convierte en una vía de la “anamnesis”, es decir, de la recuperación de las imágenes que se creían preteridas. Así, sin proponérselo, esos poetas van despertando de su amnesia, casi siempre efímera. En sus páginas la historia irá apareciendo casi imperceptible, sin aviso, pero segura. Un predicado la delatará algún día y habrá lectores que podrán ver en ellas la presencia oculta del tiempo, a pesar de la empeñosa cripta que las alberga. Por más que el poema dé vueltas sobre sí mismo, en algún momento dejará ver su mundana procedencia. Ya lo dijo Borges en aquella famosa ontología negativa que genialmente condensó en una línea: “Solo una cosa no hay. Es el olvido”.
Otros poetas son deliberadamente memoriosos. Cultivan su jardín de recuerdos y le abren puertas a la poesía para que ésta coja calle y se gane la vida afuera, a veces a empellones. Son cronistas de su época y también de otras, mediante las experiencias heredadas. Los hay nostálgicos, en permanente vena de escribir un “ubi sunt” sentimental. Estos poetas suelen refugiarse en la infancia y todo les parece perdido. Son líricos amables que buscan recobrar el tiempo más proustiano que haya sido.
También hay quienes le dan nueva vida al pasado, mediato o inmediato, y recuperan en híspidos versos imágenes de lo que fue una insignificante visión del día a día. Confieso que los prefiero a los otros, más todavía si son irreverentes, deslenguados, malaconductas y capaces de perpetrar todas las “incorrecciones literarias”, para disgusto de los “exquisitos” que se hacen la señal de la cruz al menor asomo de alguna tremendura. No me estoy refiriendo, por supuesto, a los autores de meras imprecaciones o panfletos. Hablo de estupendos poetas, como lo fue Víctor Valera Mora y como lo es William Osuna, quien ha escrito una obra de enorme calidad, que incordia a la pudibundez y celebra la vida, incluida la mala. Por cierto, también William ha hecho su “ubi sunt”, pero no para enumerar lamentos, sino para resucitar “todo aquello/ que suponíamos ido y distante/ hace un rato”. Así lo dicen los versos finales de su “Resurrección”.
Entre nosotros hubo un grupo literario que se llamó “Guaire”, por allá, en los ochenta del pasado siglo, pero de él no surgió el cantor contemporáneo del denostado río caraqueño. También hubo otro llamado “Tráfico”, que decía venir de la calle y hacia ella ir. Pero tampoco surgió de allí el auténtico cantor de la calle. Tanto ésta como el Guaire, ya tenían su poeta en William Osuna, cronista por excelencia de la Caracas de estos tiempos, cuyos libros me resultan imprescindibles para la comprensión de una ciudad que convertimos desde hace mucho en una “estéril granja de frenéticas memorias”. Podría hablar de la alegría paródica de una poesía que revela a un escritor de formidable oído o de los referentes políticos que testimonian un digno compromiso, así como del contagioso gusto por la historia afectiva, suya y de su gente, compuesta de canciones, de muchachas y de béisbol, pero se me impone hoy destacar la cartografía espiritual de sus libros, que es también el mapa verdadero de las nerviosas calles que ellos cantan.
En todos los libros de William Osuna la presencia de Caracas es tentacular. Desde la manzana “Q” de algún barrio del oeste, podemos emprender el viaje esencial y pasar por el zoológico de Caricuao, por un callejón de Catia donde la muerte bebe guarapita, por los bloques de El Silencio que escucharon una vez el más triste concierto de rock, por la avenida Roosvelt donde el fantasma de su abuelo desenchufó la luz, por el lugar que un día ocupó el gardeliano hotel Majestic, por la estación Plaza Venezuela, por el Universitario donde el Látigo Chávez a los 18 años ponchaba a Vitico los domingos y a casa llena, por Los Castaños-El Cementerio donde el autor dijo sus canciones y aquel poema de Pavese que tanto le gusta, por alguna calle de La Pastora, por el Avila, único verdor que merecemos, por la Sabana Grande de antes... Por todos esos entrañables y santos lugares, podemos ir con el poeta, sin perder nada de vista, hasta llegar, por fin, al indomable corazón de la ciudad: al Guaire, para pedirle la bendición y rogarle, humildemente, que nos ilumine.
En un largo poema titulado “1900” William Osuna dio cuenta de sus fantasmas urbanos y nos dijo: “Tierra mía Santiago de León de Caracas/ en qué raya de tus autopistas/ vi a los ancianos caminar como animales marinos/ y no dije nada en mi casa”.
Es la ciudad espectral habitada por los otros, la ciudad de los muertos, de los que cayeron y son los anónimos fantasmas que deambulan por nuestra memoria más reciente: la memoria de la lobreguez. Es la “ciudad sitiada”, que dice Gonzalo Ramírez, esa que nos dicta sus palabras afligidas y que pobló desde un principio la poesía de William Osuna y la llenó de silbidos, de preguntas, de dudas y de humores. Pero también de esperanzas. Por eso, machadianamente, el poeta puede decirle al venezolanito que ahora viene al mundo que ya “los manubrios se están enderezando en las galaxias”.
Amén. Y que Dios guarde por mucho tiempo a la ciudad y a su poeta.
Otros poetas son deliberadamente memoriosos. Cultivan su jardín de recuerdos y le abren puertas a la poesía para que ésta coja calle y se gane la vida afuera, a veces a empellones. Son cronistas de su época y también de otras, mediante las experiencias heredadas. Los hay nostálgicos, en permanente vena de escribir un “ubi sunt” sentimental. Estos poetas suelen refugiarse en la infancia y todo les parece perdido. Son líricos amables que buscan recobrar el tiempo más proustiano que haya sido.
También hay quienes le dan nueva vida al pasado, mediato o inmediato, y recuperan en híspidos versos imágenes de lo que fue una insignificante visión del día a día. Confieso que los prefiero a los otros, más todavía si son irreverentes, deslenguados, malaconductas y capaces de perpetrar todas las “incorrecciones literarias”, para disgusto de los “exquisitos” que se hacen la señal de la cruz al menor asomo de alguna tremendura. No me estoy refiriendo, por supuesto, a los autores de meras imprecaciones o panfletos. Hablo de estupendos poetas, como lo fue Víctor Valera Mora y como lo es William Osuna, quien ha escrito una obra de enorme calidad, que incordia a la pudibundez y celebra la vida, incluida la mala. Por cierto, también William ha hecho su “ubi sunt”, pero no para enumerar lamentos, sino para resucitar “todo aquello/ que suponíamos ido y distante/ hace un rato”. Así lo dicen los versos finales de su “Resurrección”.
Entre nosotros hubo un grupo literario que se llamó “Guaire”, por allá, en los ochenta del pasado siglo, pero de él no surgió el cantor contemporáneo del denostado río caraqueño. También hubo otro llamado “Tráfico”, que decía venir de la calle y hacia ella ir. Pero tampoco surgió de allí el auténtico cantor de la calle. Tanto ésta como el Guaire, ya tenían su poeta en William Osuna, cronista por excelencia de la Caracas de estos tiempos, cuyos libros me resultan imprescindibles para la comprensión de una ciudad que convertimos desde hace mucho en una “estéril granja de frenéticas memorias”. Podría hablar de la alegría paródica de una poesía que revela a un escritor de formidable oído o de los referentes políticos que testimonian un digno compromiso, así como del contagioso gusto por la historia afectiva, suya y de su gente, compuesta de canciones, de muchachas y de béisbol, pero se me impone hoy destacar la cartografía espiritual de sus libros, que es también el mapa verdadero de las nerviosas calles que ellos cantan.
En todos los libros de William Osuna la presencia de Caracas es tentacular. Desde la manzana “Q” de algún barrio del oeste, podemos emprender el viaje esencial y pasar por el zoológico de Caricuao, por un callejón de Catia donde la muerte bebe guarapita, por los bloques de El Silencio que escucharon una vez el más triste concierto de rock, por la avenida Roosvelt donde el fantasma de su abuelo desenchufó la luz, por el lugar que un día ocupó el gardeliano hotel Majestic, por la estación Plaza Venezuela, por el Universitario donde el Látigo Chávez a los 18 años ponchaba a Vitico los domingos y a casa llena, por Los Castaños-El Cementerio donde el autor dijo sus canciones y aquel poema de Pavese que tanto le gusta, por alguna calle de La Pastora, por el Avila, único verdor que merecemos, por la Sabana Grande de antes... Por todos esos entrañables y santos lugares, podemos ir con el poeta, sin perder nada de vista, hasta llegar, por fin, al indomable corazón de la ciudad: al Guaire, para pedirle la bendición y rogarle, humildemente, que nos ilumine.
En un largo poema titulado “1900” William Osuna dio cuenta de sus fantasmas urbanos y nos dijo: “Tierra mía Santiago de León de Caracas/ en qué raya de tus autopistas/ vi a los ancianos caminar como animales marinos/ y no dije nada en mi casa”.
Es la ciudad espectral habitada por los otros, la ciudad de los muertos, de los que cayeron y son los anónimos fantasmas que deambulan por nuestra memoria más reciente: la memoria de la lobreguez. Es la “ciudad sitiada”, que dice Gonzalo Ramírez, esa que nos dicta sus palabras afligidas y que pobló desde un principio la poesía de William Osuna y la llenó de silbidos, de preguntas, de dudas y de humores. Pero también de esperanzas. Por eso, machadianamente, el poeta puede decirle al venezolanito que ahora viene al mundo que ya “los manubrios se están enderezando en las galaxias”.
Amén. Y que Dios guarde por mucho tiempo a la ciudad y a su poeta.
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