Me enteré de la muerte de Borges en una habitación del hotel Kristoff de Maracaibo, mientras intentaba escribir un poema a partir de un cuadro de Edward Hopper. Mis pequeños hijos Martín y Luisana jugaban con el tío Israel. Yo estaba de espaldas a un televisor que en ese momento transmitía noticias. Y de pronto la vi. Vi la pantalla del televisor reflejada en el espejo que tenía enfrente. Mostraban una foto de Borges. No tuve necesidad de oír. Al volverme para seguir la noticia, ya lo sabía: Borges había muerto. Eran, aproximadamente, las cuatro de la tarde. Llamé enseguida a mi casa de Barquisimeto para hablar con Cuchi. Un amigo, devoto de Borges, ya había intentado comunicarse conmigo, sólo para preguntarme: ¿Qué hacemos ahora?
No paré de hablar de Borges esa tarde y esa noche, con mis hijos y mi cuñado. Al día siguiente compré todos los periódicos que pude. Leí las declaraciones de María Kodama y las de un escritor argentino que se encontraba con Borges en Ginebra: Héctor Bianciotti. No me cansaba de repetir frases de uno de los espléndidos poemas en el que Borges habla de la muerte de su amigo Abramowicz. Recuerdo haberle dicho de memoria a Israel, en la barra del Stu Ricardo varios párrafos completos de El Aleph y de Las ruinas circulares. Pasados los años reparé en el borgeano detalle del espejo. Como saben los lectores, los espejos siempre "tienen algo monstruoso".
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