Piero Tosi, Visconti y Silvana Mangano
Varios libros nuevos sobre la
mesa. Disfruto hojeándolos, después de darles cierto orden. Acá los ensayos.
Allá los de poesía. Más allá los diarios, las cartas, las novelas. Este regodeo
previo a la lectura forma parte imprescindible de la viciosa ceremonia que en
este momento me entretiene.
Abro Pérfidas uñas de mujer, un libro de Hugo Beccacece sobre cine, arte y
estilos. Es una maravilla su ensayo sobre Visconti. Prodiga en él conocimientos
y admiración. Con una prosa amable, gratísima, Hugo visita el mundo de Visconti
para deleitarse en su tiempo recobrado. Cito este párrafo estupendo:
“Sus películas están hechas de acentos, como la música de Beethoven y de
Verdi. El lazo tendido entre los acentos, entre sus escenas ´privilegiadas´,
constituye la guía de otro relato, de un guión abstracto o quizá mucho más
íntimo porque está directamente relacionado con la memoria de la primera vez
que sus ojos descubrieron ciertas formas y texturas. En el ocaso de la vida uno
comprende que el deseo, ante todo, ha sido siempre memoria. Memoria del origen”.
A Hugo Beccacece lo conocí en casa
de Ivonne Bordelois, hará unos siete años. Dirigía entonces las páginas
literarias de La Nación. Compartimos
una cena. Fue una noche estupenda. La imagen que de él conservo es la de un
hombre atento a las formas, fino y culto.
Paso las páginas de su libro y
leo que Piero Tosi está seguro de que Silvana Mangano es una ficción, y que la
realidad corresponde a esa espléndida mujer que ahora se viste en una
habitación del Hôtel des Bains, y se pone las joyas que el director escogió
para realzar su porte de madre de Tadzio y de polaca noble. La escena proviene de
una encantadora conversación que Beccacee tuvo en Roma con Piero Tosi, el
vestuarista excelso de Visconti.
P.D: Ficha del libro:
Beccacece, Hugo. Pérfidas uñas de mujer. 1era. edición. Buenos Aires. Edhasa.
Noviembre de 2012. 344 p.
Entusiasmado por la descripción
que acabo de leer de un retrato de Visconti en Túnez (1936), busco en internet
fotos de Horst. Encuentro maravillas: el autorretrato con Getrude Stein
posando, que vale oro; la de Jackie, aquella célebre dama née Bouvier, que
salió en Vogue en 1953; una fabulosa de Bette Davis, geométricamente inclinada
y, por supuesto, la de Luchino Visconti, tal como acá la presenta Beccacece con
delectación minuciosa:
“1936. Hammamet. La fotografía muestra a un hombre que aún no ha llegado
a los treinta años, de expresión severa y una presencia imponente al punto de
que no necesita hacer ningún esfuerzo para producir respeto. Sus ojos no miran
a la cámara. Más bien, parece ensimismado. No hay en el rostro tan viril como
hermoso el menor asomo de una sonrisa. Esa expresión seria, intensa y
perfectamente ajena a la cámara quizá le dé un aspecto un poco mayor. En
realidad, se trata de un joven de veintiocho años. El pelo es negro como las
cejas de diseño perfecto. Está apoyado en el vano de una puerta. Sostiene un
vaso en la mano derecha, probablemente un cóctel o un jugo de frutas por la
pajilla que la luz y el fondo blanco de una cortina vuelven invisible. El saco
sport abotonado tiene un pañuelo blanco en el bolsillo del pecho. El cuello está
envuelto en un foulard oscuro con un motivo de pequeños puntos blancos. El
fotógrafo alemán Horst P. Horst fue quien tomó esa fotografía de Luchino
Visconti, su huésped en la ciudad tunecina a orillas del Mediterráneo. En
aquella primavera, los dos eran amantes y acababan de conocerse”.
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Muerte en Venecia. Gustav von Aschenbach y Tadzio
GUARDARROPA
Sigo con Beccacece. El final de
su ensayo sobre Piero Tosi nos depara una sorpresa proustiana. Beccacece está
en uno de los almácenes de la célebre sastrería Tirelli: el de Formello. El
sobrino de Trapetti le abre las cámaras y le sirve de guía en medio de una
selva de trajes de todas las épocas, colores y texturas. Indumentarias
vaticanas, percheros de la antigua Roma y guardarropas de Ingrid Bergman (con
vestidos de Dior, Chanel y Balenciaga), le quitan el aliento al visitante. Pero
no todo es lujo en ese opulento almacén de las imágenes. También hay ropa de la
plebe, “religiosamente preservada”. Tentado por la curiosidad, Becaccece mueve
un pesado ropaje de época, y descubre, atónito, que debajo está el inolvidable
traje de baño de Tadzio, “pequeño y frágil, como el efebo de Muerte en
Venecia”. Por arte de magia el autor vuelve a su juventud, al preciso momento
en que se estrenó en Buenos Aires la hermosa película de Visconti y cierra su
ensayo saboreando una magdalena después de remojarla en el té que esa tarde lo
sorprendió en Formello.
(Anotaciones en del 27-12-12)
Hugo Beccacece
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