Por un link de Vladimir
Delgado me enteré de la exposición que en homenaje a Stanley Kubrick fue
abierta en Los Angeles. Ahora mismo se encuentra en el LACMA y, por lo que pude
ver, es muy completa y atractiva. Revisar el estupendo link y buscarme una
película de Kubrick para disfrutarla de nuevo, fue casi un mismo acto. Aunque
no forme parte de clubes o de alguna otra echonería “kubrickiana” de cinéfilos,
no niego mi devoción creciente por el gran artista de Manhattan, ni mi gusto en
compartirla.
Así, hoy he vuelto a esa delicia que se llama Barry
Lyndon.
La maravillosa
conjunción de un libro escrito por el abuelo materno de Virginia Woolf, con la
esplendidez de algunos cuadros conservados en la Tate Gallery, le permitió a
Stanley Kubrick concebir esta obra de arte sublime y rotunda. El origen de ese
hecho estético ocurrió hace más de cuarenta años, cuando el notable director se
topó con Las memorias de Barry Lyndon, de William Thackeray, justo en el
momento en que no encontraba qué hacer con el abundante material que había
acumulado para su difícil proyecto sobre Bonaparte. Se dijo entonces: “Acá está
la fuente para una película de época” y acometió la elaboración de un guión que
le serviría de base argumental para una hermosa idea que se traía entre manos.
Lo demás lo hizo la contemplación de obras de Reynolds, de Friedrich y, sobre
todo, de Gainsborough, halladas para su disfrute en las opulentas salas del
museo de Millbank, así como una cámara experta en conseguir milagros fílmicos y
un proverbial buen gusto que incluyó la música entre sus gracias relevantes. El
resultado de esa conjunción milagrosa fue nada menos que Barry Lyndon, el
esplendor de los ingleses.
La preciosa serenidad de
Marisa Berenson provino de un cuadro de Gainsborough. Sin duda, casi todas las
escenas familiares encontraron su fuente en Joshua Reynolds. Se me ocurre que
Caspar David Friedrich (por citar a un pintor no inglés, pero que está en la National Gallery) también tuvo que ver
con los paisajes, y que un francés (Georges de La Tour) aportó lo suyo en las
pequeñas llamas que iluminaron algunos salones de esta película exquisita. No
hubo encuadre en el que la fotografía no haya sido una pieza de arte, por sí
misma o por recreación de otra que la precediera.
Y no hablemos de la música…
Tampoco del mérito de
convertir un olvidado libro de Thackeray en una lección de sociología de la
cultura.
Sabemos que la aristocracia de los títulos y
la ambición de los arribistas (Barry es un “parvenu” trágico) fueron lapidados
por el autor de La feria de las vanidades y convertidos por Kubrick en la
antiheroicidad por excelencia, pero dejémosle a otros ese "serio"
análisis y volvamos al asombro crucial de las imágenes. En esta película ellas
son una fiesta interminable.
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BARRY LYNDON:
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