Emilio Salgari
Era un novelista
celebrado y un notable maestro del cuento. Conocía todas las teorías y era
capaz de parodiar los estilos narrativos más diversos. Participaba en simposios
importantes y redactaba estupendas ponencias para revelar la
mediocridad de algunos y elogiar las ingeniosas búsquedas de otros. De regreso
de vanguardias y de matatextos prodigiosos, podía enunciar métodos y claves de
exitosas escrituras y dar consejos desde su sapiencia elaborada. Había leído a
los clásicos y los citaba con elegancia y precisión. Canonizaba.
Cuando estaba a punto de olvidar por completo su
fuente primigenia, tuvo la suerte de toparse en una librería de la calle
Corrientes con un librito de tapa amarilla que se exhibía en la mesa de los
saldos. Al abrirlo, dio con su vida entera y recordó su verdadero origen
literario.
Volvió a un viejo barco y navegó en su memoria por
el lejano mar de los inicios. Rehízo la ruta hacia una noche terrible y vio a
un hombre que lloraba por vez primera. Oyó cuando se reponía y daba esta orden:
“¡Yáñez, rumbo a Java! ¡El tigre de la Malasia ha
muerto para siempre…!”
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Lo anterior no es más que el vano intento de
resumir una espléndida página de Abelardo Castillo, sólo porque hoy también he
vuelto a leer a Salgari, a quien tanto debemos y a veces olvidamos.
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