lunes, noviembre 29, 2004

Eugenio Montejo

MONTEJO

El poeta que cantó a la pareja de Güigüe, el poeta que encontró sabiamente la antiquísima partitura de la cigarra, el poeta que aprendió el arte de la palabra en el taller blanco, el poeta cuyo padre era el panadero.

La poesía de Montejo nos regala paisajes, pájaros, viajes, ciudades.
Pero, sobre todo, nos regala la lectura poética
de esos paisajes de esos pájaros de esos viajes de esas ciudades

En ella se mezclan Güigüe y Lisboa,
la calle Marx, la calle Freud
y las calles de Caracas caminadas a tientas.
Por todas esas calles se llega a Itaca.

viernes, noviembre 26, 2004

Saramago en clave venezolana

Ensayo sobre la lucidez vale más que cien tratados de ciencia política

Corre el año 1998, el mismo año en que nuestro ilustre visitante obtiene el Premio Nobel de Literatura. Estamos en algún lugar del mundo, tan innominado como el país que sirve de escenario a la estupenda novela que hoy se presenta en esta sala, pero igualmente verosímil. Comienza una historia, cuyas rasgos de fábula se irán desdibujando poco a poco hasta parecerse en extremo a los de la realidad más atroz. Un proceso electoral también será el inicio de esta otra extraña novela, no escrita por Saramago, pero indudablemente “saramágica” y verídica. Antes de que los comicios se realicen, las fuerzas políticas tradicionales detectan que la patria va a ser “víctima de un infame atentado contra los cimientos básicos de la democracia representativa”. Y archivan, entonces, sus diferencias más de superficie que de fondo, y ante el inminente y ominoso triunfo electoral de la subversión, retiran candidatos y únense con desesperación y miedo atávico en torno al más derechista de los mismos. Buena parte de los medios de comunicación se suma a la cruzada contra el grave peligro que amenaza con terror a todas las instituciones democráticas. Pero nada. El pueblo acude a votar. Y no lo hace en blanco, sino por el candidato que representa “el acabóse”, pero que a los efectos de esta imaginaria analogía, equivale a una suerte de lucidez, semejante a la ensayada en la novela de José Saramago por una sociedad civil no minoritaria. Es una opinión contra un sistema degradado al máximo por sus cúpulas. Es una reacción cívica frente al prolongado vacío de la democracia formal que en esa comarca imperaba con mecánica y acerada impunidad.

Y la historia continuará durante los años inmediatos, con episodios políticos que tendrán, noles volens, su posterior ilustración literaria en el libro magistral de Saramago. Y es que el azar, por más concurrente que sea, siempre termina sorprendiéndonos. Así, al leer en las espléndidas páginas de Ensayo sobre la lucidez lo ocurrido después de que el gobierno decreta el estado de sitio contra la ciudad que acababa de votar abrumadoramente en blanco, se nos viene a la memoria la historia de ese otro pueblo que decidió opinar con su voto subversivo en contra de las élites que lo venían gobernando durante cuarenta años. A aquél lo sitian; a éste le vedan el consumo de gasolina. La paranoia del poder (político, económico y mediático) no se detiene en su desmedida defensa. Le aterra un supuesto ataque del anarquismo internacional, en un caso; o una invasión sorpresiva de las hordas armadas del oeste, en el otro.

¿Y cómo reacciona el pueblo en Ensayo sobre la lucidez? Leamos en sus páginas 92 y 93 la elocuente respuesta: “Pasaron los días, las dificultades iban creciendo sin parar, se agravaban y se multiplicaban, brotaban bajo los pies como hongos después de la lluvia, pero la firmeza moral de la población no parecía inclinada a rebajarse ni a renunciar a aquello que había considerado justo y por eso lo expresó con su voto, el simple derecho a no seguir ninguna opinión consensualmente establecida. Ciertos observadores, por lo general corresponsales de medios de comunicación extranjeros enviados a toda prisa para cubrir el acontecimiento, así se decía en la jerga de la profesión, luego con poco conocimiento de las idiosincrasias locales, comentaron con extrañeza la ausencia absoluta de conflictos entre las personas, a pesar de que se hubieran realizado, y luego verificado como tales, acciones de agentes provocadores...”.

Quienes hayan tenido acceso a las crónicas de lo ocurrido en el otro lugar que ahora les refiero, asociarán seguramente lo descrito por Saramago con las pacíficas “colas” que tirios y troyanos hicieron en las calles de todas las ciudades de esa nación ficticia, durante horas, días y semanas enteras, para proveerse de gas o de gasolina que el gobierno sitiado (porque en esta historia el sitiado era el gobierno) se vio obligado a traer de un país vecino. No sólo se convivía amablemente en las largas esperas del combustible, sino que hasta los adversarios jugaban al fútbol en alguna de las autopistas de la ciudad “parada”.

También en ese legendario país, ocurría lo que el narrador de Ensayo sobre la lucidez apuntó en una de sus páginas: el cazador resultaría cazado y es que sus habitantes también se han contagiado de esa enfermedad pavorosa que llaman ceguera blanca o lucidez.

¿Por qué es posible que esto ocurra contra todos los pronósticos? ¿Por qué el poder político en la ciudad de la novela de Saramago no alcanza a comprender cómo su sacrosanta democracia es severamente cuestionada por una firme, pacífica y compacta opinión del pueblo? ¿Por qué los poderosos no vieron venir el voto en blanco? Por qué no concibieron que el pueblo, además de votar, alguna vez podía pensar? ¿Será que no sabían realmente de su existencia? ¿Era para ellos invisible ese pueblo que enciende un día todas las luces de sus casas y, sobre todo, las de su recobrada dignidad? ¿Por qué al perder las elecciones, el poder apela al terrorismo? Porque la lógica del fundamentalismo pseudodemocrático así lo exige. Combina arrogancia con ceguera y no suele avisar de su caducidad. Pero también porque la verdadera enfermedad está en la democracia misma y en que sus falsos sacerdotes conocen sólo la liturgia, pero no los valores que la hacen, además, de compleja, virtuosa y perfectible.

José Saramago nos permite encontrar en su novela el camino para ensayar algunas explicaciones pertinentes acerca del grave malestar de nuestras democracias. Una de ellas atraviesa sus páginas: la erosión de la lengua o la quiebra del lenguaje, que diría el querido poeta Rafael Cadenas. Políticos y comunicadores sociales son las máximos exponentes de esa penuria contemporánea que lastimosamente no le pertenece en forma exclusiva a algunos personajes de Ensayo sobre la lucidez, sino que tiene, por cierto, en el deplorable presidente de los Estados Unidos, uno de sus más encumbrados exponentes. Asistir a los consejos de ministros de esta novela de Saramago o leer a los comunicadores sociales que en ella incursionan o se reseñan, es presenciar la feria de la mentira, el espectáculo (porque de eso de trata cuando hablamos de democracia hoy en día) de la acronimia, el reino de la no-lengua, el festival de las falacias.
La prosa sin prisa de José Saramago nos ha deparado una las novelas más tristes de las últimas décadas. Plena de humor, sarcástica, paródica, inteligente, novelada y metanovelada, Ensayo sobre la lucidez nos hace transitar por las ruinas de una forma de democracia a la que adoramos durante años y que creíamos todavía bellamente ataviada de oropeles, eterna en sus rituales, sana en sus entrañas, para terminar descubriendo, con más congoja que vanidad intelectual, que la tal democracia, en realidad, se encontraba vacía desde hace mucho y que sus usufructuarios de siempre nos empezaban a mostrar, con sus violentos estertores defensivos, la más patética de las muertes políticas de nuestro tiempo.

Saramago ha escrito el gran libro del momento político que hoy vivimos. Desde una visión descarnada de nuestra decadencia, la conciencia cívica del autor nos muestra también las enormes posibilidades del hombre cuando logra recobrar la lucidez y la ejerce de manera colectiva, persistente y solidaria. Podrá así, votar de acuerdo a su libre decisión (en una máquina o en forma manual), pero no como una máquina teledirigida por quienes le habían robado su opinión e incluso sus palabras.

Ensayo sobre la lucidez es, sin duda, literatura de la buena y, por serlo, vale mas que cien tratados de ciencia política.

De todos las imágenes que José Saramago nos ha legado de sí mismo en sus libros formidables, en sus entrevistas, en sus artículos, en sus diarios, tengo grabada una: la del niño que se quedaba dormido con el abuelo, a la luz de la luna, en una higuera, después de escuchar los fabulosos relatos del hombre más sabio del mundo. Escuchemos al nieto de ese hombre.

Freddy Castillo Castellanos.
Caracas, 24 de noviembre de 2004

martes, noviembre 23, 2004

García Márquez va de putas

23-11-04:

Anoche pensé en releer dos largos poemas de Homero Aridjis: Mirándola dormir y Perséfone. Tal vez esos libros volvieron a mi memoria por la lectura reciente que hice de la excelente novela breve de García Márquez: Memoria de mis putas tristes. El personaje, a quien sus alumnos una vez llamaron Mustio Collado, putañero de toda la vida, se convierte a los noventa años en un enamorado que sólo contempla el cuerpo de la doncella dormida. Que pasa horas mirándola dormir. Pero no sólo eso. La besa dormida palmo a palmo.

García Márquez ha escrito magistralmente una novela corta que tiene la contundencia de El coronel no tiene quien le escriba. Lo que ya es decir.

martes, noviembre 16, 2004

La Dueña Rodríguez

16-11-04:

Leo el Quijote. La dueña Rodríguez acaba de ser azotada por revelar “el Aranjuez de las fuentes” de la duquesa. La dueña Rodríguez, doña Rodríguez, asturiana de presunto linaje, estuvo esta noche a punto de seducir noles volens al Quijote, quien la creyó por un momento visitante erótica, por recadera o por sí misma, que daba igual para las miedosas y contenidas carnes del caballero andante.

Del trance venatorio lo salvó su conjuro y su monocuquismo por la del Toboso, pero de los pellizcos no hubo piedad que lo rescatara, esa noche larga y melindrosa de la dueña en vigilia.

miércoles, noviembre 03, 2004

Llamo a los poetas

Hoy tomo un hermoso texto de Miguel Hernández y, con el permiso del poeta de Orihuela, le pido que hable por mi:

Llamo a los poetas

Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío.

Con ellos me he sentido más arraigado y hondo,
y además menos solo. Ya vosotros sabéis
lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo.
Andando voy, tan solos yo y mi sombra.

Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Garfias,
Machado, Juan Ramón, León Felipe, Aparicio,
Oliver, Plaja, hablemos de aquello a que aspiramos:
por lo que enloquecemos lentamente.

Hablemos del trabajo, del amor sobre todo,
donde la telaraña y el alacrán no habitan.
Hoy quiero abandonarme tratando con vosotros
de la buena semilla de la tierra.

Dejemos el museo, la biblioteca, el aula
sin emoción, sin tierra, glacial, para otro tiempo.
Ya sé que en esos sitios tiritará mañana
mi corazón helado en varios tomos.

Quitémonos el pavo real y suficiente,
la palabra con toga, la pantera de acechos.
Vamos a hablar del día, de la emoción del día.
Abandonemos la solemnidad.

Así: sin esa barba postiza, ni esa cita
que la insolencia pone bajo nuestra nariz,
hablaremos unidos, comprendidos, sentados,
de las cosas del mundo frente al hombre.
Así descenderemos de nuestro pedestal,
de nuestra pobre estatua. Y a cantar entraremos
a una bodega, a un pecho, o al fondo de la tierra,
sin el brillo del lente polvoriento.

Ahí está Federico: sentémonos al pie
de su herida, debajo del chorro asesinado,
que quiero contener como si fuera mío,
y salta, y no se acalla entre las fuentes.

Siempre fuimos nosotros sembradores de sangre.
Por eso nos sentimos semejantes del trigo.
No reposamos nunca, y eso es lo que hace el sol,
y la familia del enamorado.

Siendo de esa familia, somos la sal del aire.
Tan sensibles al clima como la misma sal,
una racha de otoño nos deja moribundos
sobre la huella de los sepultados.

Eso sí: somos algo. Nuestros cinco sentidos
en todo arraigan, piden posesión y locura.
Agredimos al tiempo con la feliz cigarra,
con el terrestre sueño que alentamos.

Hablemos, Federico, Vicente, Pablo, Antonio,
Luis, Juan Ramón, Emilio, Manolo, Rafael,
Arturo, Pedro, Juan, Antonio, León Felipe.
Hablemos sobre el vino y la cosecha.

Si queréis, nadaremos antes en esa alberca,
en ese mar que anhela transparentar los cuerpos.
Veré si hablamos luego con la verdad del agua,
que aclara el labio de los que han mentido.


Miguel Hernández. España, 1939.
De El hombre acecha.