jueves, febrero 09, 2012

Mi última duquesa. Robert Browning



El cínico esteta que habla en el poema de Browning My Last Duchess no es otro que Alfonso II d`Este, infumable Duque de Módena y Ferrara, cruel hasta el delirio, que tuvo a bien proteger alguna vez a Tasso. La duquesa es Lucrezia di Cósimo de Médici, a quien el energúmeno de su esposo envenenó cuando ella tenía 17 años apenas. Hay un retrato de la duquesa que no hizo, por supuesto, el inventado Fra Pandolfo, sino Alllesandro Allori. Notable, como verán, el encarnado de Lucrezia en ese cuadro.  


MI ÚLTIMA DUQUESA

FERRARA

He ahí mi última duquesa pintada en la pared,
que mira como si estuviera viva. Es lo que llamo
toda una maravilla, fíjese: las manos del Pandolfo
un día entero trabajaron con ahínco. Y ahí está.
¿Podría, por favor, sentarse y contemplarla? Dije
a posta Fra Pandolfo, pues no ven jamás
extraños como usted ese semblante así plasmado,
la hondura y la pasión de su mirar ferviente,
sino que a mí tienden sus ojos (ya que nadie aparta
esa cortina que he corrido para vos que no sea yo)
y preguntarme a mí parecen, si a ello osaran,
cómo esos ojos fueron a parar ahí; así que no el primero

soy vos que a mí se vuelve y lo pregunta. Pues, señor, no fue
sólo presencia de su esposo lo que alzó esa luz
de júbilo a la piel de sus mejillas: fue quizás
ventura del Pandolfo si decía, “El manto cae
sobre la mano demasiado, mi señora”, o bien “Pintar
no debe nunca hacerse en la ambición de reflejar el leve
rubor que baja hasta morir en la garganta”: eso
era cortés, pensaba ella, y condición que puede
bien concitar ese fulgor de júbilo. Tenía un corazón
ella, ¿cómo diré?, muy fácil de alegrar,
o demasiado impresionable; le placía cualquier cosa
en la que su mirada se posara, y su mirada iba por todas partes.
¡Todo era uno aquí, señor! Mi dádiva en su pecho,
la declinante luz del día por poniente,
la rama de cerezas que algún loco intempestivo
quebró en el huerto para ella, aquella mula blanca
en la que daba vueltas a la finca, todos
sacaban de ella por igual señal de aprobación,
o, al menos, un rubor. Daba las gracias a los hombres,
de alguna forma, no sé cómo, igual que si rimara
el don de novecientos años de mi nombradía
con otro de cualquiera. ¿Y cómo rebajarse a amonestarle
algo de tal trivialidad? Incluso con destreza
en el hablar, algo que yo no tengo, hacerle ver
lo que uno deseaba, así, decirle, “Es sólo
esto o lo otro lo que en ti me desagrada; aquí no llegas,
y allí te pasas de la raya", si dejara
que se la aleccionase así y jamás pusiera
su ingenio al mismo rango que el de uno, y se excusara;
incluso ya sería aquello rebajarse y yo prefiero
no rebajarme nunca. Sí, señor, me sonreía, sin ninguna duda,
cuando pasaba por su lado; aunque, ¿quién por allí pasaba sin
una sonrisa parecida? Fue la cosa a más, di órdenes;
luego cesó toda sonrisa. Ahí la tiene
igual que si estuviera viva. ¿Se levanta, por favor? Iremos
con los demás que están abajo. Y le repito,
la conocida liberalidad del Conde, su señor,
es plena garantía de que no habrá justa pretensión
mía de dote que él no vaya a consentir;
bien que su hija y su persona, como confesé
de entrada, sea mi objeto. Es hora de bajar
los dos juntos, señor. Vea, no obstante, ese Neptuno
domando un caballito de mar, una rareza,
que Claus de Innsbruck ha forjado en bronce para mí.


ROBERT BROWNING

(Esta versión es de Carlos Jiménez Arribas. Se encuentra acá:

LA LICENCIA Y EL LÍMITE. Robert Browning
Taducción de Carlos Jiménez Arribas
DVD. Barcelona, 2005)

domingo, febrero 05, 2012

La mañana

 
Domingo de pájaros y en casa. La costumbre me lleva hacia el balcón. Está nublado. Al cedro se le han caído ya las hojas. Me veo en un ritual doméstico, en una intimidad que me redime a diario, mientras hace su trabajo el tiempo. Sé que siempre ha tenido razón Lezama Lima: para el poema guarda el jardín un secreto en geranio convertido. Se trata nada más de poner atención y de sentirse vivo.