lunes, diciembre 20, 2010

Las hallacas de 1957

Marcos Pérez Jiménez

Ese año en la casa de la 17 el niño Jesús llegó de otro modo. El 25 de diciembre mi hermana Elsy se levantó muy temprano, abrió el escaparate del cuarto de mis padres y sacó los paquetes que allí estaban escondidos. Después de hecho el correspondiente reparto, el disfrute de los juguetes apagó cualquier estupor causado por la inusitada revelación del misterio. Resulta que el 24 mis padres se habían ido a la clínica Acosta Ortiz porque estaba naciendo mi hermano José Manuel y se olvidaron de encargar a alguien del acto furtivo de colocar en nuestras camas, mientras dormíamos, los regalos del niño Dios. Pero bueno, Elsy lo sabía todo (quién sabe desde cuándo) y para mí ya era tiempo de enterarme. Lo cierto es que ese diciembre fue inolvidable por esos motivos. Yo había pasado los siete años y nueve meses de mi vida con una sola hermana y ahora, mientras el niño Jesús se iba para siempre, un hermanito se incorporaba a la familia.

La elaboración de los platos navideños fue también un acontecimiento especial. Mi abuela Ana, dada la avanzada gravidez de mi mamá, se trasladó desde La Concordia para ayudarla en sus menesteres culinarios. La recuerdo el 23 haciendo hallacas y chicha, amenizando la jornada doméstica con divertidas anécdotas tocuyanas y con el tintineo inagotable de su risa. De vez en cuando vienen a mí mente las imágenes de ese día y se quedan un rato acompañándome. No preciso colores, pero sí sabores. Así, las hallacas de mi abuela, en cuyo guiso la única carne que participaba era la del cochino, están de nuevo acá, en mi memoria. Y espléndidas, recreadas por Cuchi, también están en mi mesa del año 2010. La fortuna quiso que mi tío Oscar le confiara a Cuchi hace más de treinta años los secretos que Doña Ana tenía para componer el sagrado plato navideño.

Pero volvamos al 57. En las casas vecinas, la vigilia no se limitaba a las fiestas. Cierta inquietud, transmitida a la chita callando, gravitaba en el ambiente. Hasta en las conversaciones de algunos niños, surgía el tema. Mi amigo Amparo Segundo me preguntó una mañana si yo quería que Pérez Jiménez se fuera. Ante mi respuesta afirmativa, él optó por recomendarme la aplicación del viejo refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Con seguridad, los dos hablamos por boca de ganso, expresando lo que habíamos oído en nuestros respectivos hogares, pero, sin duda, el hecho de que un niño de 7 y otro de 9 dedicaran unos minutos a hacer comentarios semejantes, era un elocuente indicador de que en Venezuela se estaba cocinando algo más que hallacas, aunque fuese en las trastiendas. El abusivo plebiscito que el dictador realizó para perpetuarse y burlar de ese modo una norma de su propia constitución, fue la gota que rebasó el vaso. El remedio le resultó peor que la enfermedad. No siempre la radicalización beneficia al radical. Muchas veces lo enceguece. El decreto convocando al plebiscito fue la sentencia de muerte del régimen. Laureano Vallenilla, en su libro Escrito de memoria, relata con indisimulado cinismo, los pormenores de esa decisión torpe y fatal, redactada por él y por Rafael Pinzón, en cuya casa de Los Palos Grandes, por cierto, seguramente se comieron las mejores hallacas tachirenses en la Caracas de 1957.

P.S: Deseo a todos los lectores de este espacio una feliz navidad y una vez más mi gratitud por su adhesión.

jueves, diciembre 16, 2010

Una nueva graduación en la UNEY


Escribo estas líneas antes del amanecer. Puedo percibir que el cielo está despejado y que muy pronto se iluminará el jardín. Buena señal. Mi aspiración es escribir un texto breve capaz de transmitir alguna emoción. Pienso que la brevedad es, precisamente, la mejor aliada para ese propósito. Puede, incluso, llegar a ser componente medular del discurso, no sólo porque evita el riesgo de las reiteraciones, sino también porque en sí misma representa un contenido o un mensaje más crítico y severo que cualquier juicio explícito, máxime si consideramos que entre nosotros se ha impuesto en algunos escenarios la tendencia contraria. Las peroratas largas y fastidiosas constituyen una falta ostensible de urbanidad y si sólo son dichas para obtener obediencia o mecánicos aplausos, además de antiestéticas, pueden resultar un insufrible castigo, si no se nos ha atrofiado el sentido del gusto intelectual. Así que aprovecharé la placidez de estos momentos para intentar la agrupación de unas pocas ideas compatibles con la naturaleza académica de este acto.

Esta sexta promoción de egresados de la UNEY nos encuentra en un momento clave para el destino de la universidad venezolana. Podría referirme al tema desde una perspectiva general y apuntar la gravedad del hecho de que ciertos nudos de la legislación vigente o algunos aspectos de la misma que podrían ser fuente para inmensas desviaciones, aún no han sido vistos y analizados con la debida sensatez. Me temo que tirios y troyanos mantienen una perspectiva anacrónica acerca de la idea de universidad. Unos la ven como un calco institucional de la república y que por lo tanto debe ser sometida a un régimen similar. No han avanzado mucho desde la reforma de Córdoba para acá y sacralizan figuras demagógicas propiciatorias de arreglos y de componendas, en un medio que todos sabemos no se encuentra preparado con suficiencia para desmarcarse de las nefastas prácticas electoreras y gremiales que han venido fortaleciéndose durante muchos años en el país y en nuestras casas de estudio. Otros la siguen considerando como un claustro cerrado, como una corporación aristocrática que sólo debe dar cabida a sus saberes especializados y que desdeña otras formas de pensamiento. Estos, por su parte, no han superado la edad media o en el mejor de los casos, el modelo napoleónico. Lo dejo hasta ahí, como signo de una disidencia o como anuncio de un tratamiento más desarrollado del tema para otra ocasión.

Referirme a la UNEY, sí me parece ahora apropiado, no sólo porque nos compete de manera directa. También porque podemos –y lo decimos con orgullo- ser una referencia válida a la hora de ponderar propuestas innovadoras en el ámbito universitario. Muchos planteamientos que algunos presentan como novedades o como mecanismos para la transformación académica, no sólo sirvieron para justificar la creación de la UNEY, sino que han sido el caballo de batalla de nuestros programas formativos y de nuestra organización interna. Lo que ayer se veía como ilusorio, romántico o hasta disparatado, hoy es visto por algunos incrédulos de entonces, como una necesidad para cambiarle el rumbo a las universidades adocenadas del país. La UNEY sigue siendo una formulación heterodoxa. En esta segunda década de su existencia, iniciada hace poco menos de dos años, hemos podido observar con satisfacción cómo el corpus conceptual que la alberga se ha hecho sustentable y vigoroso. Así, vemos que la supresión de figuras administrativas innecesarias que facilitaban perversiones orgánicas, hoy quiere ser emulada por algunos, tomándonos como ejemplo, si la mezquindad no lo entorpece. Igualmente, la apertura intercultural hacia saberes y metodologías no existentes en los currículos oficiales, dibuja un atractivo modo de asumir la diversidad. La llave maestra del abordaje integral del conocimiento nos ha permitido tomar en cuenta y respetar visiones hasta hace poco ausentes en el campus universitario y esto ha sido abrazado sobre todo por un público no convencional, que se encuentra reivindicado en amplios postulados como los que comporta el programa Darcy Ribeyro. Tal vez nuestros interlocutores más activos en estos objetivos de renovación han sido académicos de otros países. Sin embargo, abrigamos la esperanza de que cierta lucidez nacional enriquezca nuestra experiencia y no postergue por mucho más tiempo la indispensable conversación para evaluar y mejorar lo que estamos haciendo.

Un viejo apólogo nos enseña que el buen camino es siempre el más arduo. Lezama Lima mejoró ese aserto diciendo que “sólo lo difícil es estimulante”. Para compensar la certeza de sus postulados y los logros de su aplicación, ese rumbo correcto debe pagar un alto precio: la oposición tenaz de los conservadores y algo peor que eso: la feroz envidia que el mito de las Euménides representa. Durante los dos últimos años, especialmente, nuestra universidad ha visto cómo la dignidad debe tributar un alto precio para ser ejercida, pero también cómo la seguridad interior, la transparencia, la calidad, el temple, la paciencia, la prudencia y la cultura, son las herramientas más idóneas para enfrentar cualquier obstáculo y visibilizar con más nitidez el trabajo realizado con esfuerzo, así como la innegable presencia de sus frutos. Ustedes forman parte de esta historia reciente de las dificultades y los éxitos.

Proponerse la forja de un espacio de los saberes donde la discusión sea sobre ideas y no sobre caprichos, dislates o intereses personales o grupales y, combinarlo, además, con una gestión donde la decencia pueda exhibirse sin máculas, le otorga una firme legitimidad a toda labor educativa. En eso estamos, por encima de malentendidos o de intentos externos de prevaricación. Hemos cometido y seguiremos cometiendo errores, pero nunca el de dejar que cualquier brejetero pueda desviarnos del camino. Con el pueblo de Yaracuy y con nuestra comunidad, hemos defendido y continuaremos defendiendo con hidalguía esta bella gestión de la cultura y de la creación social.

Hace un momento usé la palabra decencia. ¡Qué falta le hace al país recuperar la decencia perdida! Ustedes, graduandos, que hoy reciben un título que los acredita para ocupar espacios de responsabilidad, deben ser portadores auténticos y responsables de esa virtud. Estoy seguro de que el país necesita, hoy más que nunca, ese aporte silencioso de sus hombres y mujeres. Es un aporte para la convivencia olvidada y para la construcción preterida. No podemos prolongar la guerra federal de los civiles en el siglo XXI y empeñarnos en la tozuda destrucción de los valores y de las instituciones que los encarnan, en nombre de engañosas abstracciones.

Amaneció. Unos versos de San Juan de la Cruz me permiten saludar los “levantes de la aurora” y otros de Fray de Luis León el canto no aprendido de los pájaros. Los cohetes de la primera misa de aguinaldo (especie festiva en vías de extinción) de este diciembre que ha llegado atropellando, me dan pie para cerrar con palabras de buen augurio:

Celebren con alegría este logro alcanzado. Celebren con sus seres queridos, con sus amigos. Yo les deseo lo mejor. Nada más puedo decirles. La universidad de la que ustedes egresan hoy como profesionales, pero a la que siguen perteneciendo como personas, cálidamente los abraza.

San Felipe, 16 de diciembre del 2010

lunes, agosto 16, 2010

Democracia morbosa



Tomo un libro de la biblioteca y busco unas páginas leídas hace mucho tiempo. Son unos párrafos sobre la democracia que he estado recordando estos días y que probablemente mi memoria haya erosionado un tanto. Los leo ahora con igual admiración, pero con menos aprensiones que la primera vez. Recuerdo que en esa oportunidad me querellé con el autor, no por sus reflexiones discutibles y espléndidas, sino por cierto retintín aristocrático que emanaba de sus giros más punzantes. Pero el tiempo pasa y la relectura me permite el deleite pleno al que antes me negué. Hoy puedo apreciar la faena completa sin que me incordien algunas frases deliberadamente encarnizadas contra el “plebeyismo”. Disfruto de las verónicas y de las banderillas a media vuelta, de los engaños, quiebros y pases de muleta, así como de la infalible estocada a toro recibido que pone fin a una página radiante. Sin duda, me gusta la tauromaquia literaria que este autor ejercía con estilo inigualable. Con ella podría dar por satisfecha mi sana exhumación bibliográfica, pero hay algo más. Hay una meditación política y social que me atrae por su intemporal beligerancia. Podría citar in extenso para compartirla con los lectores, pero tal vez sea más apropiado tratar de resumirla. Lo hago.

El autor escribe en 1916 y lamenta el descenso de la cortesía que se padece en Europa. Se siente acosado por la indecencia, las discordias y los linchamientos. Valora y defiende la democracia, pero recusa la generalización brutal y automática de las barbaridades. Considera que tener iguales derechos no comporta haber alcanzado idénticas cualidades personales. Se adelanta en varios años a Enrique Santos Discépolo y escribe su propio Cambalache, porque está convencido de que no es lo mismo “ser derecho que traidor” y que nada mejor para la justicia que discurrir en el desafiante terreno de la diversidad. No pierde de vista la degeneración en que se puede incurrir cuando la democracia no está acompañada de un esfuerzo educativo que vaya más allá de las proclamas de que todos somos “educados”, “licenciados” o “doctores”. Sabe que la cultura no la otorgan los títulos y que las virtudes no se adquieren en las filas del sectarismo político. Percibe la crisis que adviene cuando la gente se percata de que los decretos de “felicidad” son ilusorios. Advierte, además, que el desengaño reforzará a los resentidos que no pueden adquirir ni talento ni sensibilidad ni delicadeza, por fuerza de resolución alguna. Los ve como periodistas, profesores y políticos, sin moral y sin luces, integrando con sus reconcomios funestos el Estado Mayor de la Envidia. La secreción de los enconos pasa a ser, según nuestro autor, lo que en su tiempo llamaban “opinión pública” o lo que algunos estimaban como “democracia”.

Ortega, porque de él se trata, amonestó temprano a los fanáticos de todo pelaje. Sabía que de la intolerancia a los desmanes no había más que un paso y que la falta de discusión malogra los proyectos de cambio. Quince años después del referido artículo fue un entusiasta del proceso republicano, pero también una de las primeras voces críticas cuando la voluntad de no convivir encendió la refriega entre los suyos. Un día llegó a afirmar: “¡No es esto! ¡No es esto!”. Y lo dijo a tiempo. Lastimosamente nadie lo escuchó.

Puedo seguir estando en desacuerdo con Ortega en muchas cosas, pero declaro que cualquier similitud que alguien encuentre en las líneas anteriores con alguna realidad de nuestro entorno, no es pura coincidencia.

viernes, agosto 13, 2010

Fabricio, Río y el azar concurrente

Fabricio Jiménez Morales

Cuando ya parecía imposible Fabricio consiguió los dos tomos de un libro que afanosamente buscaba (un libro de música: Armonía e improvisación, de Almir Chediak). La visita a la dirección precisa que le dieron, donde con seguridad lo encontraría, resultó frustrante: no había ni rastro de la escuela de música que se suponía allí ubicada. Decepcionados, resolvimos caminar por esa misma calle (Nuestra Señora de Copacabana) hasta que diéramos con una discotienda que visité hace tres años y encontrar, al menos, un disco para Israel. No había tiempo para más. Le dije a Fabricio: no te preocupes,."el azar concurrente" se encargará de conseguir el libro en las pocas horas que te quedan en la ciudad. Ya resignado, sugirió que camináramos por la Avenida Atlántica para pasar por el frente del Copacabana Palace y contemplar la fachada del hotel carioca de las Mil y una Noches. A Miguel y a mí nos pareció lo mejor y así, tomamos a la izquierda por la calle Duvivier. No habíamos avanzado mucho cuando nos topamos con una librería (después sabríamos que era la mejor librería de música brasileña de Río, Bossa Nova y compañía), situada, además, en un lugar mítico de la historia musical carioca: Beco das garrafas (también lo sabríamos después). "Hay que entrar, ¡aquí está el libro!", dije entonces, a ciegas. En efecto, allí Fabricio compró los dos tomos, quejándose sólo del precio que estaba un poquito más alto que el que había visto en internet, pero contento por el hallazgo, por la inesperada dicha de encontrar el libro de Chadiak. Por supuesto, no desaproveché la ocasión para atribuirle al azar concurrente de Lezama esa fortuna.

viernes, abril 23, 2010

Memoria de un libro en el día del Libro


Deambulaba largamente por las calles de un Sur que no conocía. Eran tiempos de lecturas febriles y de café por las noches. Mis ojos se asombraban y volvían una y otra vez sobre las líneas alucinantes y en una esquina me esperaba un teólogo cuya presencia sólo era referible en metáforas. No sabía si soñaba, pero las sorpresivas resoluciones de un párrafo me enceguecían. Yo vivía en la calle Motatán de las Colinas de Bello Monte, pero ni la casa ni la calle existían. Nada del entorno tenía cabida en mi otro mundo. Entraba y salía a una casa donde imperaba la soledad y la quietud. Temía, pero me gustaba ese temor antiguo. Con denuedo imaginario intentaba llegar al centro de la casa, llena de puertas y de oscuras galerías. Despertaba justo en el instante en que una nueva frase irrumpía para dejarme atónito. Reiniciaba, entonces, el oficio imperturbable de soñar. Y soñaba. Soñaba con el largo nombre de un filósofo que oía la perseverancia del agua y se preocupaba por el origen de un vocablo desconocido. Yo no sabía si estaba leyendo historias o participando en ellas. Me podían acusar de soberbia o de locura, tal vez de misantropía, no estoy seguro. Pretendí guiarme por una extraña moneda que me dieron en un vuelto, pero no. Se incrementó la irrealidad. Noche tras noche me soñaba dormido. Ebrio y ausente navegué por mares indescifrables durantes varios días, repitiéndome responsos por la vida pasada y oyendo a Brahms. Celebraba así nuevos tiempos, nuevos fulgores.

Hasta entonces había leído algunas maravillas, pero ninguna logró encandilarme como ésta, descubierta en un libro de bolsillo que había comprado en Suma, antes de que Raúl Bethencourt fuese el dueño de esa librería. Yo sabía que el autor del pequeño volumen era clamorosamente celebrado y que mi distracción en otros nombres de la literatura no podía seguir privándome de lo que presentía ya como una inédita delicia. Una frase más entusiasta que laudatoria, dicha por el amigo de un amigo, me inoculó el veneno unos meses antes y una tarde comencé a saldar la deuda. Arribo ahora al centro inefable de mis recuerdos. Podría, a partir del giro anterior, incurrir en el casi ineludible y fácil recurso de la parodia y profanar de nuevo la gracia descubierta. Ya lo he hecho sin darme cuenta del todo, pero no voy a reincidir. Me limitaré a decir que el alcance de mi presunción fue muy pobre porque no tuve en mis manos una obra de enorme calidad, hermosa, sabia y elegante. Después del estupor, tuve eso y algo más: las aguas cristalinas de un sencillo y profundo panteísmo literario. En ellas me ahogo cuantas veces puedo, para entonar adrede y como mías, estas entrañables y desesperadas palabras de amor:

-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.

jueves, enero 21, 2010

El poeta del Guaire en su santo lugar


Hay poetas que cultivan la desmemoria y a partir del olvido van fraguando su palabra aséptica. En algunos casos, ésta se convierte en una vía de la “anamnesis”, es decir, de la recuperación de las imágenes que se creían preteridas. Así, sin proponérselo, esos poetas van despertando de su amnesia, casi siempre efímera. En sus páginas la historia irá apareciendo casi imperceptible, sin aviso, pero segura. Un predicado la delatará algún día y habrá lectores que podrán ver en ellas la presencia oculta del tiempo, a pesar de la empeñosa cripta que las alberga. Por más que el poema dé vueltas sobre sí mismo, en algún momento dejará ver su mundana procedencia. Ya lo dijo Borges en aquella famosa ontología negativa que genialmente condensó en una línea: “Solo una cosa no hay. Es el olvido”.

Otros poetas son deliberadamente memoriosos. Cultivan su jardín de recuerdos y le abren puertas a la poesía para que ésta coja calle y se gane la vida afuera, a veces a empellones. Son cronistas de su época y también de otras, mediante las experiencias heredadas. Los hay nostálgicos, en permanente vena de escribir un “ubi sunt” sentimental. Estos poetas suelen refugiarse en la infancia y todo les parece perdido. Son líricos amables que buscan recobrar el tiempo más proustiano que haya sido.

También hay quienes le dan nueva vida al pasado, mediato o inmediato, y recuperan en híspidos versos imágenes de lo que fue una insignificante visión del día a día. Confieso que los prefiero a los otros, más todavía si son irreverentes, deslenguados, malaconductas y capaces de perpetrar todas las “incorrecciones literarias”, para disgusto de los “exquisitos” que se hacen la señal de la cruz al menor asomo de alguna tremendura. No me estoy refiriendo, por supuesto, a los autores de meras imprecaciones o panfletos. Hablo de estupendos poetas, como lo fue Víctor Valera Mora y como lo es William Osuna, quien ha escrito una obra de enorme calidad, que incordia a la pudibundez y celebra la vida, incluida la mala. Por cierto, también William ha hecho su “ubi sunt”, pero no para enumerar lamentos, sino para resucitar “todo aquello/ que suponíamos ido y distante/ hace un rato”. Así lo dicen los versos finales de su “Resurrección”.

Entre nosotros hubo un grupo literario que se llamó “Guaire”, por allá, en los ochenta del pasado siglo, pero de él no surgió el cantor contemporáneo del denostado río caraqueño. También hubo otro llamado “Tráfico”, que decía venir de la calle y hacia ella ir. Pero tampoco surgió de allí el auténtico cantor de la calle. Tanto ésta como el Guaire, ya tenían su poeta en William Osuna, cronista por excelencia de la Caracas de estos tiempos, cuyos libros me resultan imprescindibles para la comprensión de una ciudad que convertimos desde hace mucho en una “estéril granja de frenéticas memorias”. Podría hablar de la alegría paródica de una poesía que revela a un escritor de formidable oído o de los referentes políticos que testimonian un digno compromiso, así como del contagioso gusto por la historia afectiva, suya y de su gente, compuesta de canciones, de muchachas y de béisbol, pero se me impone hoy destacar la cartografía espiritual de sus libros, que es también el mapa verdadero de las nerviosas calles que ellos cantan.

En todos los libros de William Osuna la presencia de Caracas es tentacular. Desde la manzana “Q” de algún barrio del oeste, podemos emprender el viaje esencial y pasar por el zoológico de Caricuao, por un callejón de Catia donde la muerte bebe guarapita, por los bloques de El Silencio que escucharon una vez el más triste concierto de rock, por la avenida Roosvelt donde el fantasma de su abuelo desenchufó la luz, por el lugar que un día ocupó el gardeliano hotel Majestic, por la estación Plaza Venezuela, por el Universitario donde el Látigo Chávez a los 18 años ponchaba a Vitico los domingos y a casa llena, por Los Castaños-El Cementerio donde el autor dijo sus canciones y aquel poema de Pavese que tanto le gusta, por alguna calle de La Pastora, por el Avila, único verdor que merecemos, por la Sabana Grande de antes... Por todos esos entrañables y santos lugares, podemos ir con el poeta, sin perder nada de vista, hasta llegar, por fin, al indomable corazón de la ciudad: al Guaire, para pedirle la bendición y rogarle, humildemente, que nos ilumine.

En un largo poema titulado “1900” William Osuna dio cuenta de sus fantasmas urbanos y nos dijo: “Tierra mía Santiago de León de Caracas/ en qué raya de tus autopistas/ vi a los ancianos caminar como animales marinos/ y no dije nada en mi casa”.

Es la ciudad espectral habitada por los otros, la ciudad de los muertos, de los que cayeron y son los anónimos fantasmas que deambulan por nuestra memoria más reciente: la memoria de la lobreguez. Es la “ciudad sitiada”, que dice Gonzalo Ramírez, esa que nos dicta sus palabras afligidas y que pobló desde un principio la poesía de William Osuna y la llenó de silbidos, de preguntas, de dudas y de humores. Pero también de esperanzas. Por eso, machadianamente, el poeta puede decirle al venezolanito que ahora viene al mundo que ya “los manubrios se están enderezando en las galaxias”.

Amén. Y que Dios guarde por mucho tiempo a la ciudad y a su poeta.