martes, noviembre 17, 2009

La poesía en la Biblioteca Ayacucho (notas para un borrador sobre el tema)


Una primera aproximación al tema nos lleva al reconocimiento ineludible de que la poesía puebla con su presencia vigorosa y con sus hilos secretos el valiosísimo catálogo de esta gran enciclopedia latinoamericana y caribeña. Si acudiéramos a los números, tendríamos la fría pero elocuente constatación de que más de cincuenta títulos de la colección clásica corresponden sólo a poetas (o a escritores de prosa que también están representados en ellos por su importante poesía), para no hablar de las obras colectivas y de los cancioneros que nos hacen viajar desde nuestro “costado indio” (recordemos los volúmenes de literatura quechua y de literatura precortesiana), hasta la poesía de los tiempos de la emancipación, pasando por el llamado período colonial y sin olvidar algún nombre relevante de la Conquista (celebremos “Armas antárticas” de Juan de Miramontes y Zuázola y echemos de menos a Juan de Castellanos). Con todo esto, todavía nos quedamos cortos. Tendríamos que agregarle algunos títulos antológicos como el de la “Muestra de la Poesía Hispanoamericana” que figura en la Colección Paralelos. Mucha poesía podemos encontrar también en la obra de ficción de algunos escritores acá incorporados, así como en el trabajo crítico y ensayístico de autores que contribuyeron con su mirada a iluminar el paisaje poético de nuestras tierras. Uno de ellos, Angel Rama, el Angel Tutelar de esta Biblioteca en su gestación, encarna esa virtud. A él le debemos algunos prólogos indispensables de la colección Clásica, como el del portentoso volumen dedicado a Rubén Darío, que cuenta, además, con un trabajo editorial minucioso del poeta Ernesto Mejía Sánchez.

Dicho esto, me pregunto cómo abordar este copioso manantial de poesía en Ayacucho. Mi recordado amigo Julio Miranda gustaba de los numeritos y tenía una inmensa facilidad para hilvanar con ellos líneas de trabajo y apreciaciones literarias. Así, hubiera podido informarnos con precisión que Cuba está representada en la colección clásica por 8 títulos, los cuales corresponden a Gertrudis Gómez de Avellaneda, José María Heredia, José Martí, Julián del Casal José Lezama Lima, Eliseo Diego, Nicolás Guillén y por todos los poetas del grupo Orígenes (por cierto, esta edición preparada y prologada por Alfredo Chacón es un modelo de estudio en su género y un acercamiento entrañable y lúcido a la poética del inmortal grupo lezamiano) y que Venezuela cuenta con 10 nombres, por ahora. A saber: .Andrés Bello, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Vicente Gerbasi, Antonia Palacios, Juan Liscano, Luis Beltrán Guerrero, Andrés Eloy Blanco, Francisco Lazo Martí y Ramón Palomares. Podemos añadir que Colombia está presente con cuatro poetas, uno de ellos (aporte indiscutible de Ayacucho) es Hernando Domínguez Camargo, el escritor barroco que le dedicó un poema heroico a San Ignacio de Loyola y que no pudo ocultar jamás que era gongorino y jesuita. Hernández Camargo está acompañado por José Asunción Silva, Luis Carlos López y León de Greiff. Perú, por su parte, tiene hasta el momento uno menos que Colombia. Así, contamos con las compañías de José María Eguren, de César Vallejo y de Juan del Valle Caviedes, un poeta satírico del siglo XVII que nos permite conocer mejor la importantísima Lima de su tiempo. Una mirada rápida al catálogo podría hacernos afirmar que César Dávila Andrade es el único ecuatoriano presente, pero si observamos con más cuidado, nos percataríamos del hallazgo notable que nos depara el volumen 112 (“Letras de la Audiencia de Quito. Período Jesuítico): la poesía de Juan Bautista Aguirre, con sus textos eróticos, épicos y satíricos.

Podríamos seguir la línea “juliomirandina” y decir, por ejemplo, que contamos con un solo boliviano (Franz Tamayo), a quien –todo hay que decirlo- conocí gracias a la Biblioteca Ayacucho (si no, ¿cómo?) y que si compartiéramos –como debemos- a Bello con Chile, este país figuraría con una buena cifra de 6 poetas (Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Humberto Díaz Casanueva y Gonzalo Rojas), pero creo que sólo haríamos una especie de mecánica cartografía y como no estoy dotado para realizar las estupendas inferencias de Julio Miranda, corro el riesgo de quedarme en un desabrido inventario geográfico. Prefiero, entonces, compartir con ustedes mi experiencia de lector y algunas reflexiones sobre la misma.

El primer título de la Biblioteca Ayacucho es una especie de editorial o de declaración de principios. Allí se anuncia lo que vendrá después en materia de recopilación del pensamiento latinoamericano. Como recordarán ustedes, ese primer volumen es una compilación de diversos aspectos de las ideas de Simón Bolívar realizada por Marco Aurelio Vila y con prólogo de Augusto Mijares. Piedra fundacional para la Biblioteca, pero también muestra de una línea dirigida a mostrar lo mejor del ideario emancipador, este volumen dio comienzo a un periplo que no podríamos haber hecho sin la compañía de los poetas. Por eso estimo que fue un innegable acierto que el segundo título de la Colección Clásica fuese nada menos que el Canto General de Pablo Neruda, con introducción de su compatriota chileno Fernando Alegría, también incluido como narrador en el catálogo de la Biblioteca. “Cosmogonía, historia y crónica política, vaticinio imprecatorio, exaltación del paisaje, himno a un pretérito heroico y fundamento dialéctico del proceso de emancipación anti-colonial, esta summa poética es también el memorial fraterno de un personaje cuyas hazañas trascienden las meras circunstancias para arraigarse en un espacio superior, cuya visión esclarece los enigmas futuros”. Eso podemos leer en la nota editorial de este título emblemático, primer libro de poesía de la colección y apenas segundo de la misma. ¿Qué nos dice esa escogencia? En primer lugar, que la Biblioteca Ayacucho busca una conexión profunda con todo el continente, una incursión en su alma, en sus selvas, en sus ríos, en sus ancestros, en las iniciales de la tierra. Y en segundo lugar, que la Biblioteca no está siguiendo un canon dictado por la crítica académica o por la crítica no académica, pero en boga. Hubiese sido fácil complacerlas a ambas e iniciar la poesía de Ayacucho con algún otro autor, o tal vez, hacerlo con el Neruda de Residencia en la tierra, celebrado por tirios y troyanos. Pero no, a contracorriente de lo que entonces lucía como “poéticamente correcto”, Ayacucho apostó desde una perspectiva más cálida, la que nos permite emocionarnos con un topónimo encontrado al final de ese libro:

“Así termina este libro, aquí dejo
Mi Canto General escrito
En la persecución, cantando bajo
Las alas clandestinas de mi patria.
Hoy 5 de febrero, en este año
De 1949, en Chile, en Godomar
De Chena, algunos meses antes
De los cuarenta y cinco de mi edad”.

Al “Canto General” de Neruda, siguió el volumen prodigioso de Rubén Darío, un liberador de la palabra poética, a quien debemos según el provocador comentario de Octavio Paz, no la fundación de un movimiento (el modernista) sino la creación y consolidación de una escuela de baile. Hubo mucha música en su alma (a diferencia de Gracián, según Borges) y como saben sus lectores de todos los tiempos amó su ritmo y rimó sus acciones. Darío, dice Eduardo Milán, nos liberó del “contenido poético” y “nuestra realidad de neocolonias líricas”. Darío preparó el terreno para las vanguardias, a pesar de algunos epígonos que se quedaron anclados en el canon, salvo Julio Herrera y Reissig, también incluido en Ayacucho. Ya Angel Rama había estudiado ampliamente a Rubén y pudo brindarnos un prólogo admirable. Las notas editoriales del nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez constituyen junto a ese prólogo uno de los aportes más significativos y rotundos que la Biblioteca Ayacucho le haya hecho a la poesía hispanoamericana. Tener a Darío en nuestra biblioteca doméstica, en el mágico número 9 de la Colección Clásica de Ayacucho, es tener, en verdad, a Darío, para no decirlo con el lugar común del “tesoro bibliográfico”. Recordemos, además, que la colección Claves de América, incluyó otro título del gran nicaragüense: “Cuarenta y cinco poemas”, con prólogo de Ludovico Silva y selección de Oscar Rodríguez Ortiz. A la hora de mostrar una gesta creadora en América Latina, el nombre de Rubén Darío es imprescindible. También lo es si queremos empalmar con la audacia americana del idioma y con una estética nuestra que puso su “pica en el Flandes” de las academias, para decir con desparpajo nicaragüense: “de ellas, ¡líbranos, Señor!”

(…)

Permitir que los lectores de América Latina y el Caribe conocieran al ya citado Julio Herrera y Reissig fue otro aporte de la Biblioteca Ayacucho. Que podamos acercarnos a “Los peregrinos de piedra” y a toda su obra poética, incluida la que se mantuvo dispersa en publicaciones periódicas, se lo debemos a la Colección Clásica. Y, por supuesto, a Alicia Migdal y a Idea Vilariño.

Incorporar a Lezama Lima, a Eliseo Diego y a la poética de Orígenes y no sólo al importante y amable Nicolás Guillén, fue serle fiel a José Martí y su amor por la palabra como jinete del pensamiento y no como su caballo.

Valdría la pena darle continuidad a esta línea de trabajo que pone a disposición de los lectores lo más valioso de los grupos o movimientos poéticos del ámbito latinoamericano, así como una revisión crítica de los mismos. Pienso en “Mandrágora” de Chile, en los “poetas concretos” de Brasil, en “Poesía de Buenos Aires”, de Argentina y en “Contemporáneos” de México, entre otros ejemplos ilustres. Por cierto, aparte de los formidables volúmenes dedicados a Sor Juana Inés de la Cruz y a Ramón López Velarde, la presencia mexicana ha sido hasta ahora escasa. Sin embargo, para compensar esa situación no podemos obviar el excelente tomo consagrado a la literatura del México antiguo, preparado por Miguel León Portilla y que contiene toda la obra poética de Netzahualcoyotl. No está Octavio Paz en Ayacucho, pero está Netzahualcoyotl. Tampoco podemos olvidar que la prosa de los poetas Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Najera figuran en una noble colección de la Biblioteca Ayacucho, llamada lezamianamente “La expresión americana”. Y, por supuesto, que Alfonso Reyes, nos habla a todos los latinoamericanos desde los espléndidos ensayos reunidos en el número 163 de la Colección Clásica.

Apostar por el carácter clásico de los chilenos Gonzalo Rojas y Humberto Díaz Casanueva y no ceñirse al cartabón que incluye sólo a Neruda y a Huidobro, es no dejarse llevar por la regla de un “librito” y reconocer la existencia de una poesía que se ha hecho firme, gracias a una conciencia literaria que no depende de las modas ni admite interdictos. Por cierto, tuvimos la suerte de que la edición correspondiente a Gonzalo Rojas fuese revisada por el autor, lo que le otorga un valor editorial indiscutible…

Lo escribió un día Augusto Roa Bastos: “La Biblioteca Ayacucho, en tanto enciclopedia de la ilustración latinoamericana, ha sido hecha con criterio rigurosamente crítico por lectores formados por estos mismos textos. Tal es precisamente el carácter de circularidad y concentración de saber y paideia que distingue a las auténticas enciclopedias”. Ese saber abarca, desde luego, a la poesía, sino andaría un poco desalmado.

Concluyo. La Biblioteca Ayacucho, al incluir un importante número de poetas en su Colección Clásica, nos está diciendo que sin la poesía no es posible comprender a América Latina, por la sencilla razón de que sin la poesía no es posible comprender nada.

Freddy Castillo Castellanos
Caracas, julio del 2009.

jueves, septiembre 24, 2009

Un prólogo para Ludovico

Ludovico Silva

"Ellos creen que he muerto. Nunca se han desvivido
Ludovico Silva

1. El lector tiene en sus manos un libro descomunal. Por circunstancias que alguna vez nuestro filósofo calificó de “dolorosas” o por la explicable fatiga de habérselas con la obra entera de Marx en varios idiomas, esta prodigiosa composición significó para Ludovico Silva un prolongado y arduo desafío. He empleado el vocablo “composición” adrede y no sólo porque sé que su resonancia musical sería del agrado del autor, como puede comprobarse en su prefacio, sino también porque me ilustra, con más precisión que otra palabra, el armonioso tejido teórico que albergan estas páginas. Superar limitaciones bibliográficas para componer lecturas y traducciones, deshacer entuertos interpretativos, enmendar planas de autorizados exégetas, nadar contra las corrientes dogmáticas, indagar la genealogía de desdibujados conceptos marxistas e hilvanarlo todo de manera impecable y prístina, tiene, sin duda, algunos rasgos de proeza intelectual. Confío en que los lectores, al cerrar el libro, convendrán conmigo en que esta efusión se justifica.

Además de vertebrar su teoría de la alienación, Ludovico Silva nos devuelve a Marx en su integridad, sin fisuras, invicto, sobreviviente a todas las desgracias filosóficas y a todas las crisis del pensamiento. Marxista hasta en sus maneras argumentales, Ludovico parte de ideas que parecen correctas, pero de las que no estamos seguros. Poco a poco nos va enganchando en un periplo analítico que concluye con la demostración palmaria de que su tesis era cierta. Cierta y evidente, pero no irrefutable, porque su lúcido recorrido filosófico nos invita también a la crítica permanente, que tanta falta nos hace en estos tiempos complejos y difusos.

2. Venimos de un largo y extenso proceso de alienación, merced al cual hemos perdido hasta nuestro territorio más entrañable: la palabra. Así, ya no llamamos a las cosas por su nombre ni empleamos los viejos vocablos que gracias al esfuerzo intelectual de pensadores como Marx, sirvieron para iluminar las zonas más oscuras de la realidad social y de la historia. Dejamos de hablar de alienación, por alienados. En verdad, dejamos de pensar en un sentido crítico y nos entregamos a la molicie académica, al letargo inducido por los lemas o al embrutecedor tedio mediático. Por eso, también perdimos las palabras. Recuperarlas es urgente. Una de ellas, alineación, nos puede servir, sobre la base de su idónea construcción marxista, para descifrar cuanto nos pasa en este reino del espectáculo en que nos movemos, o en que nos mueven, para ser más exactos.

Estar alienado es también dejar de pertenecer a una memoria, a una tradición, a una cultura, a un pensamiento fuerte, en fin, a uno mismo. Es el desarraigo total, condición indispensable para que prospere la hegemonía demoledora del capital y para que el consumo nos consuma vertiginosamente, como la más brutal de las tecnolatrías lo ordena. El consumo, es, simultáneamente, un acto de posesión y de desposesión, como en alguna oportunidad leí en un texto de Argullol. Los “consumidores” no establecen una relación verdadera con nada. El mercado los obliga al desecho inminente. Para él no es necesaria la necesidad real, sino su ilusión. La inercia de su funcionamiento es irrefrenable y la autodegradacion es su slogan. Muy lejos estamos del vínculo que antaño podíamos establecer con lugares, seres y cosas de nuestro afecto. Una normalidad patológica nos circunda. Uniformamos lenguajes, programas educativos, opiniones y hasta sueños, según el código legitimado en las democracias del “consenso” y de la “cohesión”. Nada que ver con la belleza del personaje de una película que ahora recuerdo. Me refiero al viejo ex-marino de En construcción (filme del español José Luis Guerín), capaz de invertir la lógica del mercado y de transformar la basura en una maravilla cotidiana. Cartonero o recogelatas del barrio chino de Barcelona (hoy Raval), el adorable viejo de la película va sacando de su bolso cachivaches y los convierte de inmediato en tesoros que llenan su vida y que gracias a su imaginación lo concilian con el mundo y le permiten tener “caprichos de gente caprichosa” y no burda y aburridamente el previsible objeto de moda que se compran todos los vecinos. También con las palabras ocurre lo mismo en nuestras comarcas intelectuales.

3. Un día Andy Warhol tomó una lata de Sopa Campbell y la convirtió en una obra suya, es decir, en una supuesta obra de arte. Eso fue suficiente para dar por descubierta la veta más rentable de su oficio. El Pop Art tuvo así su acierto capital: transformar la mercancía en arte sin que dejara de ser mercancía, sino que, por el contrario, pasara a serlo en un grado mayor y de una manera más exquisita. Son incontables los millonarios que exhiben en las paredes de sus casas la famosa lata cotidiana firmada por Andy Warhol, autor, además, de una frase emblemática para este mundo de la alienación ideológica: “No hay arte más fascinante que ser bueno para los negocios”. Gabriel Zaid, con su habitual acierto, ejemplifica con el caso Warhol la perversión axiológica del arte de nuestro tiempo, según la cual las obras valen o no, según su éxito en el mercado. “Dime cuál es tu éxito de ventas y te diré cuánto vales artísticamente”, parece ser la máxima en estos tiempos en que impera más que nunca la religión del mercado.

La desfachatez mercantil de un artista como Warhol es perfectamente compatible con la lógica del sistema capitalista descubierta por Marx. Hasta la más mínima ocurrencia puede ser transformada en valiosa mercancía. Podemos envasar el vacío y venderlo a precio de oro, así como colocar sobre el plato el menú de degustación virtual de Ferrán Adriá y pagar una fortuna por disfrutarlo en el Bulli, sancta sanctorum de la deconstrucción culinaria, una mercancía más de la industria del gusto.

Ejercer el control de la apariencia es hoy tan importante como ejercer el monopolio de la weberiana “violencia legítima”. No importa ser. Lo indispensable es parecer. Y que la opinión, nunca el pensamiento, se encargue de validar las apariencias. La ceremonia de esas banalidades vive hoy en día un apogeo que Marx previó en su insuperable y minucioso examen de esa maquinaria demoníaca llamada capitalismo y que Ludovico Silva en las páginas de este libro nos esclarece de modo magistral.

4. Por mucho tiempo se pretendió reducir las teorías de Marx a una tesis económica que denunciaba la inexorable debacle del proletariado en virtud del voraz capitalismo, dejando por fuera realidades que se enviaban al desván de la “superestructura”. Esa visión reductiva y parcial fue promovida ampliamente tanto por marxistas como por antimarxistas. Se le restó importancia al tema de la ideología y se descartó el problema de la alineación, ambos de gran relieve en toda la obra de Marx, como lo constató Ludovico Silva. En este libro se asume y se demuestra, con rigor y sapiencia innegables, que la alienación es una categoría que abarca a la sociedad entera y que no es válido seguirla fragmentando y menos aún, verla sólo como ocurrencia filodóxica de una Marx juvenil. En el capítulo dedicado al fetichismo encontraremos eficaces ejemplos, semejantes a los ya dichos, pero acompañados de una portentosa reflexión que ya quisieran para sí algunos pensadores europeos dedicados a estudiar la transformación de todo en mercancía y en algo que es cada vez más apabullante y tentacular, mediante el empleo de los medios de comunicación: en espectáculo.

5. Los aportes de Ludovico Silva son, en primer lugar, originales, en el sentido de que provienen de su propia lectura, de su lectura directa y heterodoxa de Marx, independientemente de las inevitables y lógicas coincidencias con los contados autores que también hicieron lo mismo: ir a las fuentes. En segundo lugar, son fecundantes, provocadores y oportunos. Cuestionar el marxismo teológico de pesadas burocracias comunistas y desmontar el marxismo de los caletreros de manuales, fue sin duda una contribución al pensamiento crítico y, sobre todo, a la ampliación de un panorama que estaba dominado por la repetición de dogmas, en algunos casos o por la traición a unos ideales, en otros. Probar el verdadero carácter del concepto de “alienación” en Marx no es de poca monta. Eso y más hizo Silva en este libro. Y digo más porque La alienación como sistema es también una biografía intelectual de Marx, una cartografía amable del contexto en que se produjeron sus obras y un recorrido entrañable por algunos momentos cruciales de su vida.
6. A comienzos de los 70 me aproximé con timidez a Ludovico Silva. Yo venía leyéndolo con interés y fidelidad desde 1966 en sus artículos de El Nacional, pero fue la lectura de La plusvalía ideológica, el mismo año de su publicación (EBUCV, 1970, con el histórico prólogo de Juan Nuño), lo que me convirtió definitivamente en uno de sus entusiastas admiradores. Con ese fervor por su obra me le acerqué un día para pedirle que aceptase una invitación para hablar del “carácter ideológico de lo jurídico” en unas jornadas que organizábamos algunos estudiantes de la Facultad de Derecho de la UCV. Ludovico aceptó de inmediato, sin condiciones. Ese primer acercamiento personal al estimadísimo autor, me reveló de una vez la serena calidez de su trato y la amabilidad de su presencia, virtudes que me fueron ratificadas el inolvidable día de su intervención. No sólo llegó a tiempo, sino que me entregó la copia del texto que escribió para nosotros en esa oportunidad. Aún conservo esas hojas mecanografiadas (con tres correcciones suyas, hechas a puño y letra) que contenían un llamado a que iniciáramos entre nosotros la crítica radical de la ley como instrumento de represión y como herramienta al servicio de los dueños del capital. Nos exhortó a que dejáramos de considerar al derecho como “teoría pura” kelseniana y nos percatáramos de su carácter de aparato ideológico práctico y cotidiano. A partir de ese momento inicié con Ludovico un discreto vínculo amistoso que permitió nuevas participaciones suyas en actividades de la Facultad (recuerdo una en la que estuvo acompañado por Luis Britto García), así como el generoso disfrute por mi parte de sus opiniones en torno de autores y libros sobre los cuales le indagaba en gratas conversaciones de cafetín ucevista. Dejé de verlo porque me fui a España en el 73 para hacer estudios de postgrado. Antes de irme lo visité para recibir de él un paquete de libros y dos cartas, en las cuales, para mi sorpresa, le agradecía a los destinatarios la eventualidad de cualquier favor que pudiese requerir de ellos el cartero ad hoc que las llevaba. Ese gesto suyo, absolutamente motu proprio, me reveló que su amistad no era sólo un decir y que su camaradería no era sólo un abrazo. Ludovico me demostró que para él ser compañero era un acto de fe y de confianza.

7 Hoy debemos volver nuestra mirada atenta a la obra de quien supo certeramente descorrer el velo del capitalismo. Más vigente que nunca, el Marx leído por Ludovico Silva nos puede iluminar en este difícil trance de cambios que estamos afrontando y emprendiendo.

Por último, si bien este es el libro de un estupendo filósofo marxista, también lo es de un valiosísimo poeta, cuya prosa vale, no sólo por lo que dice, sino también por el cálido modo en que lo dice. De allí su gracia imponderable.


Freddy Castillo Castellanos

(Prólógo a una reedición de La alienación como sistema)

jueves, julio 16, 2009

Una conferencia disminuida

En la Sala I


1. Tiene razón Rigoberto Lanz cuando dice que la Conferencia de París confirmó una paradoja académica: mientras más hablamos de transformación, menos nos transformamos. Es casi ineludible aceptar una vez más que no hay ámbito más conservador que el conformado por las universidades. Pienso, sin embargo, que al final de esta segunda Conferencia Mundial de la Educación Superior se pudo recuperar algún asomo de optimismo por la firmeza con la que algunas delegaciones de América Latina y el Caribe enfrentaron el pacto europeo y defendieron los acuerdos de la CRES. Expliquemos: del Comité de Redacción había salido una declaración en la que se hablaba de educación superior como “servicio público”. La voz unánime de los latinoamericanos logró que ese “habilidoso” enunciado privatizador fuese sustituido por la expresión “bien público”. Nuestra delegación, con la viceministra Tibisay Hung al frente, redactó un breve texto que circuló entre los países del Grupo Latinoamericano y del Caribe (Grulac) para que sirviese de orientación argumental en el debate que iba a darse en la última de las sesiones, la decisiva. El planteamiento difundido indicaba que hoy en día el derecho a la educación superior se encuentra amenazado por una fuerte tendencia hacia la mercantilización y que mal podría la UNESCO hacer caso omiso de esa realidad. Como instancia multilateral de la educación en el mundo está obligada a activar mecanismos que frenen cualquier acción que vulnere ese derecho. Agregaba la propuesta venezolana que una manera de abrirle cauce a la protección efectiva de la educación superior es su declaratoria como “bien público” y que limitarse a expresar que se trata de un “servicio público” es amputarle su carácter incluyente y universal, puesto que los servicios suelen beneficiar a quienes los pagan o a quienes contribuyen con su prestación. Los bienes públicos, en cambio, son de todos y apuntan inequívocamente hacia un derecho. Se recordó, además, de consuno con Brasil, Uruguay, Cuba y otros países, que ya la UNESCO en un documento de noviembre del 2008, había sostenido que la educación es un “bien público dirigido al disfrute de todos” y que de no ratificarse ese criterio en la II Conferencia Mundial de Educación Superior, la organización estaría apartándose inopinadamente de su propia doctrina, lo que sería algo peor que una ostensible incongruencia. Sería una inmensa falta de seriedad. Todos los países latinoamericanos cerraron filas en esa misma línea y lograron que al final de la sesión se declarara que la Educación Superior es un bien público y no un “servicio público”. De alguna manera podemos afirmar que los tozudos rezagos del neoliberalismo educativo fueron derrotados en ese momento por la perseverancia y coherencia de América Latina y el Caribe. Pero no nos hagamos ilusiones. Lo obtenido es muy poco. Mucho más avanzada que esta segunda Conferencia fue la primera y aún estamos como estamos.


2. Afirma Rigoberto Lanz, refiriéndose también a la Conferencia realizada la semana pasada, que “la magnitud de los esfuerzos y recursos puestos en escena contrastan con los discretos resultados”. Concuerdo con él, pero pienso que es necesario añadir que en esta ocasión los recursos fueron menores y que ello obedece tal vez a una sólida tendencia a disminuir el apoyo financiero para los programas multilaterales de educación superior. Al parecer, ya fue anunciado un recorte presupuestario del diez por ciento para el IESALC, así como la posibilidad de cerrar sus oficinas en Caracas. Todo ello podría formar parte de una reedición de las tesis del Banco Mundial, pero esta vez con el discurso tramposo y superficial de Bolonia, que tanta resistencia ha provocado en numerosos jóvenes europeos. No así en los estudiantes de utilería que fueron presentados en una sesión de la Conferencia para decir lindezas como la siguiente: “Estoy estudiando en la universidad porque quiero ser como Bill Gates”. Oído lo cual, con más dolor que asombro, confirmé que el gobierno de los Estados Unidos “de verdad verdad” retornó a la UNESCO.


3. A contracorriente de esa visión lamentable, Lorgio Vaca, Encargado de Negocios de la Delegación Permanente de Bolivia en la UNESCO, hizo una breve y sustanciosa intervención, probablemente la mejor de la Conferencia. Nos dijo el gran artista boliviano que la educación “superior” debe comenzar en la primaria. Recordó cómo en las culturas indígenas de su tierra no existe esa jerarquía positivista de la que tanto hacemos gala nosotros (superior/inferior) y abogó por una mayor presencia del arte en nuestros procesos educativos. Seguramente sus palabras seguirán siendo juzgadas bajo el prisma de la banalización de siempre: “bonitas”, “¡qué simpático el artista!”, pero nada más. Nada que comporte una conexión genuina con la sabiduría que esas frases contienen. Y es que el mundo académico es cerril y engreído y ostenta una inepcia clamorosa para el diálogo con saberes que no sean los suyos. Nos creímos el viejo cuento de lo “superior” y no hemos hecho otra cosa que reforzarlo con modelos académicos corporativos y soberbios. De allí que siempre estemos “transformándonos” de la boca para afuera y solazándonos en la molicie de las arrogancias epistémicas.

lunes, julio 06, 2009

Diario de una Conferencia

Tibisay Hung

Domingo 05-07-09: Llegamos ayer en la mañana, después de un viaje que se inició con una larga espera en Maiquetía y que siguió casi sin turbulencia alguna hasta el aeropuerto Charles de Gaulle. En el cálido domingo parisino apenas tuvimos tiempo de instalarnos en el hotel donde nos había reservado la embajada venezolana (a muy pocas cuadras de la UNESCO) y de almorzar en el amable bistró de enfrente. Nada de descanso, ni de lamentos por la maleta del compañero Luis Peñalver Bermúdez, dejada en Venezuela por Air France y que han prometido traer mañana. Nos esperaba de inmediato la jornada de acreditación en la II Conferencia Mundial de Educación Superior y la sesión inaugural de la misma. Allí, todo en orden, y en orden cartesiano, de paso, incluidos los discursos convencionales, muy de ese tonito “Unión Europea” que se ha impuesto en materia de educación superior por estas tierras. Salvo la intervención de una representante estudiantil francesa, que reivindicó el carácter de bien público de la enseñanza universitaria, el resto fue la monótona retórica del desarrollismo educativo, tal como lo podíamos prever por la lectura que hicimos del proyecto de Declaración Final que circula desde hace algunos días. La gran batalla de la Conferencia se dará, precisamente, en el Comité de Redacción de ese documento. Por fortuna, los venezolanos estaremos allí presentes, con la viceministra Tibisay Hung, a la cabeza, para proclamar valores y responsabilidad social.

Lunes: 06-07-09: Cielo azul, pero sólo para contemplarlo unos segundos. Hoy el trabajo ha sido intenso. Larga sesión mañanera para presentar los temas de las mesas paralelas. Por la tarde y hasta hace pocos minutos, acompañé a la viceministra Hung en la primera reunión del Comité encargado de redactar la Declaración Final. Nos topamos con lo que da la impresión de ser un acuerdo previo de Europa-USA, para no dejar que se introduzcan modificaciones al papel elaborado por ellos. Dada la mecánica de trabajo escogida, todo parece apuntar que no será fácil hacer valer nuestra propuesta latinoamericana (la del texto de Cartagena de Indias) donde sostenemos que la educación superior es un bien público, social y específico y no una actividad mercantil. Tampoco un espacio corporativo y anacrónico y menos aún, gremial y leguleyo. Allí abogamos por una educación no limitada a conceptos asépticos como el de la calidad, sino por una educación superior pertinente, comprometida con el pueblo. Los poderes fácticos, junto a cierto poder que impera en la UNESCO, pretendieron hoy que en nuestra mesa sólo se hablara inglés. El representante del Congo, que lo habla, amenazó con retirarse si no le permitían usar el francés. Al final, admitieron su uso. ¡Y pensar que la UNESCO celebró el año pasado el año del multilingüismo! Pese a los tropiezos, el equipo venezolano que, también lo conforma Rigoberto Lanz, seguirá batallando, junto a Brasil y Jamaica en el Comité de Redacción y junto a todos los demás países latinoamericanos en las otras mesas de una Conferencia donde se confrontan dos visiones del tema académico: la del mercado y la de los valores humanísticos.

Escribo casi como un corresponsal y no como un diarista. El tiempo apremia. Debo salir a otra reunión de trabajo. Dos de mis compañeros de delegación visitan París por vez primera, pero hasta ahora es como si estuvieran en Caracas o en Cumanacoa. Miento, se sienten felices por el entrecot con papas fritas que se comieron ayer y por la tarte tatin que probaron esta tarde. Y claro, por el sol de verano que se prolonga casi hasta las diez de la noche en una ciudad de luces que nunca se apagan.

miércoles, julio 01, 2009

Onetti centenario

Onetti nació el 1 de julio de 1909. Hoy cumple cien años

1. Desde 1968 mi memoria conserva la contratapa de un libro comprado a Alfredo Moreno en algún pasillo de la Universidad Central de Venezuela. El libro lo perdí casi de inmediato, dejándome un vacío que nunca termina de llenar la tenaz reaparición de unas palabras que hallé para siempre en su contraportada. Tal vez escritas por Angel Rama (editor del volumen), esas palabras resumían el libro, es decir, resumían –siguen resumiendo para mí- a Onetti. No las olvido: “Una mujer y un chivo en la estación Constitución, un médico novelista escéptico y humano, la arisca historia de una piedad viril, con los personajes de Juntacadáveres, Onetti recrea la vida ardiente y desolada de los jóvenes”. El libro perdido y jamás reencontrado, se llama, creo, Para una tumba sin nombre.

2. Onetti nos llegó con el llamado “boom latinoamericano”. No representaba, en rigor, a esa promoción de narradores ni venía con ellos en la cresta de la ola. Cuando ésta desapareció quedaron en la orilla algunos tesoros, nombres que habían permanecido inadvertidos durante muchos años y que dejaban, por fin, de pertenecer a un selecto y reducido grupo de iniciados.

3. Desde 1939 Onetti era una seña de identidad secreta para quienes ya habían explorado territorios narrativos diferentes al realismo galleguiano. Su primera novela, El Pozo, de la cual se publicaron quinientos ejemplares, con un dudoso dibujo de Picasso en la portada, sólo fue leída por unos seis o siete seres extraños de Montevideo. Sin embargo, eso fue suficiente para que se diera comienzo a la secta onettiana de la parte oriental del Río de la Plata. Esta secta tardará en llegar a Buenos Aires, donde Onetti discurrirá casi invisible durante dos décadas, trabajando en agencias publicitarias y escribiendo y publicando libros que no serán leídos sino muchos años después. Entre tanto, Ciro Alegría ganaba con El mundo es ancho y ajeno un concurso donde Onetti seguramente era la voz narrativa lúcida y discordante, pero incomprendida y, por su parte, Bernardo Verbitsky, con una novela tal vez prescindible y ahora olvidada, le arrebataba a Tierra de nadie, el primer premio de la editorial Losada. En fin, desencuentros habituales de la literatura, de los cuales Onetti pudo exhibir varias experiencias.

4. ¿Las páginas fundacionales terminan por imponerse? Vargas Llosa, con La casa verde, le gana a Onetti y su Juntacadáveres, en 1967, el premio de novela “Rómulo Gallegos” (otro desencuentro, esta vez, quizá, por llegar un poquito tarde).

5. Pero fue, precisamente, Mario Vargas Llosa uno de los primeros en apuntar el carácter fundacional de la obra narrativa de Onetti. Sobre El Pozo escribió lo siguiente: “Es la primera novela de un escritor hispanoamericano que crea un mundo riguroso y coherente, que importa por sí mismo y no por el material informativo que contiene, asequible a lectores de cualquier lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adquirido, en virtud de un lenguaje y una técnica funcionales, una dimensión universal. No se trata de un mundo artificial, pero sus raíces son humanas antes que americanas, y consiste como toda creación novelesca durable, en una objetivación de una subjetividad”.

6. Onetti descendió al infierno tan temido. Toda su obra es una alusión a esa temporada en el infierno. Dos relatos memorables: El infierno tan temido y La novia robada. Una obra maestra: La vida breve. Suficiente para acompañar al hombre en su desgracia. Chapeau.

7. Juan Carlos Onetti fundó a Brausen que fundó a Santa María que fundó a Díaz Grey que fundó a Juan Carlos Onetti.

8. Todo Onetti puede ser leído como una vindicación del acto creador. Brausen salvándose por la literatura. Onetti mismo reviviendo en su cama de enfermo crónico, todos los días y todas las noches, para poder dejarnos un último regalo: Cuando ya no importe. La misteriosa entrega al acto de escribir y de inventar otro mundo, como modo ineludible de sobrevivencia. Onetti: una poética de la enfermedad que sólo admite al arte como cura.

9. Viajo a Santa María. Llevo La vida breve conmigo. Al pararme frente a la estatua de Brausen, de Dios-Brausen, ese héroe del existencialismo onettiano, abro el libro y busco la página 36 para rezar cuanto sigue: “Pero si yo no luchaba contra aquella tristeza repentinamente perfecta; si lograba abandonarme a ella y mantener sin fatiga la conciencia de estar triste; si podía, cada mañana, reconocerla y hacer que saltara hacia mí, desde una ropa caída en el suelo, desde la voz quejosa de Gertrudis; si amaba y merecía diariamente mi tristeza, con deseo, con hambre, rellenándome con ella los ojos y cada vocal que pronunciara, entonces, estaba seguro, quedaría a salvo de la rebeldía y la desesperación”.

10. Onetti murió en Madrid, en 1994. Estado o enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo. Hoy cumple cien años. Y no los aparenta.

domingo, mayo 24, 2009

Anotación del otro, del mismo

Plaza Rodríguez Peña, Buenos Aires

29-11-08: No he mirado la fecha de la entrada anterior para no comenzar ésta haciendo el cómputo del largo silencio. Han pasado y me han pasado muchas cosas. He visto a Olivia dos veces en Buenos Aires (ya van tres este año). (…) He dado no sé cuántas conferencias y escrito no sé cuántos artículos. Sigo leyendo y estudiando. Oigo como siempre pájaros en la mañana y voy a San Felipe todos los días. Leo a los cronistas y hago crónicas. Persisto en Borges y no se me quita la manía de creer que La muerte y la brújula es el mejor cuento policial de la literatura, considerados todos los tiempos y todas las lenguas. Vi y oí a Susana Rinaldi en la plaza Rodríguez Peña un domingo lleno de imágenes, de Duchamp, del Riachuelo, de tangos, de Olivia. He recibido en la UNEY a Briceño Guerrero y he leído un libro genial de Humberto Mata llamado Pie de página. He pensado que podría vivir en Salta o en Aragua de Maturín o mudarme de una vez a Buenos Aires. Visité Jujuy donde tuve el honor de acompañar a Miguel Rojas Mix y de comer interminablemente humitas en un restaurante llamado “Mano jujeña”. He vuelto a leer a Octavio Paz y he comprobado que su poesía sería perfecta, si no fuese por su luz que lo deja a uno ciego. En fin, sigo haciendo lo de siempre, pero no soy el mismo.

Mnemosine

Mnemosine. Dante Gabriel Rosetti


La memoria y el azar. Ambos poseen hilos secretos que se cruzan en su lugar predilecto: el laberinto.

La memoria tiene pasadizos ocultos. La memoria no se pierde. Tú te pierdes en ella. Perder la memoria, en realidad, es perderse en la memoria. Es perder su hilo.

La memoria también es un bosque. Sus árboles a veces no te dejan verla, Procura alcanzar un claro en su interior y lee desde allí a María Zambrano, como quien celebra un ritual arcaico.

La memoria tiene vida propia. Tú no la tienes. Ella te tiene a ti.

La memoria tiene más futuro que pasado, aunque contenga todos los pasados.

La memoria puede ser silenciosa e invisible, pero está ahí, acechándote.

Cuando la memoria habla, tú callas. Cuando la memoria calla, tú ni hablas ni escribes. Te dejas llevar por el rumor de la memoria silenciosa.

La memoria no escribe hoy porque lo escribió todo mañana.

La memoria atesora personajes que parecen perdidos para siempre. Un día, que puede ser hoy, uno de esos personajes aparece y te dice lo que nunca se atrevió a decirte hace décadas. Son las viejas celadas de Mnemosine, madre de todas las musas.

La memoria se detiene algunas veces y rememora. Después vuelve con más bríos y te inunda.

La memoria es una mañana en el mar porque dos amantes escuchan el aria de la Bachiana Nro. 5 de Villalobos.

La memoria es un territorio infinito, un légamo que no termina.

La memoria suele dislocar su brújula y se va al pasado por irse al futuro.

Se equivocó la memoria. Se equivocaba.

jueves, mayo 14, 2009

La mágica enfermedad y las desatenciones de la critica

Jesús Sanoja Henández (1930-2007)

El lector buscó en su biblioteca y no encontró nada. Escribió después el nombre del autor en Google y tampoco. Tecleó otro nombre y la previsible respuesta de “cero resultados” no se hizo esperar. Insistió, esta vez en una hemeroteca que le es familiar y después de una larguísima pesquisa dio con un artículo de prensa del año 68. El autor del artículo era Luis Alberto Crespo, cuyo primer libro obtuvo una mención en el mismo concurso donde el poemario reseñado por él había logrado una distinción semejante. Con los anteriores datos –ciertamente insuficientes- tienen que ser muy pocos los que ya saben que el lector estaba indagando acerca de La mágica enfermedad, de Jesús Sanoja Hernández, un formidable libro raro que todavía –como todo libro raro- anda en busca de lectores y críticos cómplices, por decirlo de un modo famosamente cortazariano.

El lector había seleccionado algunos poemas de ese libro como material para sus clases de Comprensión de Venezuela, porque quería comenzar su paseo nacional desde Angostura. Ni en las antologías más célebres ni en los estudios sobre poesía venezolana consultados encontró una mención al libro de Sanoja que valiera la pena. Especuló sobre las razones de ese descuido. Pensó en las frecuentes desatenciones de la crítica, en los cánones transitorios y dio gracias a los verdaderos poetas por escribir siempre “en una lengua extranjera”, como alguna vez lo dijo Marcel Proust, hablando de crítica y literatura. Pensó también que si bien el texto de Crespo penetra con lucidez y regocijo en el paisaje de La mágica enfermedad y en sus imágenes vegetales y mineras, el lector avisado (o pervertido) por la estética de la recepción, observa ahora que el breve reparo final que Crespo le hizo a los poemas de Sanoja constituye para él uno de los mayores atractivos del libro releído casi cuarenta años después de su primera edición.

El lector tomó nota y transcribió: “Tal vez La mágica enfermedad adolezca parcialmente de excesivo formalismo. A veces el libro se resiente de una abundosidad retórica e impide que sigamos en constante asombro. La elegancia sucumbe de pronto ante ropajes extraños, usados en medio de un paisaje donde lo primitivo, lo originario, el color salvaje, impiden los usos cultistas. Lo legítimo en el libro reside en el propósito de erigir un lenguaje poético vegetal y mágico, dicho a partir del continente, de lo nacional”. Fascinado por el barroco de Sanoja, por los giros herméticos que le recuerdan al siglo de oro y por la mirada gongorina a los pájaros del Orinoco, el lector retuvo una frase del párrafo transcrito y la anotó para resolver su nuevo acercamiento a La mágica enfermedad: “Ropaje extraño”. Vino a su memoria, primero pura, vestida de inocencia y después la fue vistiendo de no sé qué ropajes. Mezcló a Crespo con Jiménez, quienes por poetas -no por críticos-, le dieron las pistas, y se quedó con Lezama y con los atavíos verbales de Sanoja. Creyó encontrar en éste a un adelantado de lo que en los noventa comenzaría clamorosamente a llamarse neobarroco, más por afán argentino de establecer tendencias, que por certeza literaria y le dio, entonces, la razón a su amigo Gonzalo Ramírez. Así, leyó de nuevo con infinita fruición el poema Pájaro y lo encontró espléndido:

Allá va el azulejo entre montes y aparejos,
el minue muerte en su ala es aguja, fibra pequeña
de su canto maltrata insectos silvestres, piñas de color.
Allá va el tucusito rondando su corazón de magia
y lanzando en tijera, en pico, en agradable pluma
sobre un sueño que choca, gongorino, en el verano.
Allá rasga el perico gorgorán de cielo, falsifica
sombras para lanzas de escarmiento, verdes amores.
Allá cierra ojo un moriche y desentona y deshilacha
y a medianoche en sepulcro lila, final de elipsis,
y vuelve de mañana con cuerdas de Bach en el trino.
Allá dóblase el turpial en gonzalito, la trenza farsante
anúdase en locura, evidente cava de deseo, peligro.

Allá va lo elevado, latido de los ángeles, más, más
inquina en el espacio, invento del tiempo sobre matas
para instalar ritmos por detrás, arriba, en las señales,
mientras la música troza corolas y pone fuegos y perfumes.
Más tarde, releído el libro por completo, el lector pensó que estaba en presencia de una de las obras más importantes de la poesía venezolana y que su inepcia como crítico no le impedía seguir buscando adhesiones para su entusiasmo. Pensó en una crítica que volviera su mirada hacia las vísperas perdidas y se asombrara de lo que no se asombró en su momento. Pensó en la crítica como autocrítica (así la quiso en una ocasión Julio Miranda) y fantaseó con una Comprensión de Venezuela fundada sólo en la lectura de poemas, sin propósitos escolásticos, sino con la entera libertad del riesgo y la aventura. Supo que no estaba pensando en nada nuevo, pero que tampoco se trataba de innovar, sino de recuperar el viejo modo afectivo de acercarse a la literatura para que fuese ella -y no nosotros- la encargada de deletrearnos. Pensó en tantos estudios críticos banales y superfluos, pero no los desechó por temor a tener que enmendarse algún día. La buena escritura nunca es banal, se dijo, aunque su tema lo parezca, aquí y ahora.
Retornó a su tarea inicial de preparar el programa de la asignatura con la cual pretenderá, sólo a través de imágenes poéticas, la difícil comprensión de su patria. Escribió "Orinoco" y también los nombres de Sanoja, de Pineda, de Alarico, de Sánchez Negrón, de García Morales, de Sucre, de Luz Machado y de Mimina, a sabiendas de que iría descubriendo tras cada imagen, otra y otra y otra…y muchos mundos distantes, inabarcables y desconocidos.

sábado, marzo 28, 2009

Una ciudad llamada Estefanía

Stefania Mosca en la Fontana de Trevi. 2006. Foto: Roberto Hernández Montoya

Comenzaba el mes de agosto y casi todo el mundo cultural de Caracas había asistido a la fiesta. Yo, provinciano, también estaba allí, con una invitación que había llegado a mi correo y que no fue necesario mostrar en la entrada del Gran Salón. Todos podíamos pasar como Pedro por su casa y admirar el audaz diseño de sala que para esa ocasión había elaborado la artista Nela Ochoa. Saludé a Tulio Hernández y a otros amigos, mientras me abría paso entre enjambres de bandejas de tequeños y de rebosantes vasos de whisky. Ese mediodía se otorgaban los premios del periódico y a mí me interesaba el de cuentos. Pero no eran los premios, precisamente, lo que animaba a la mayoría. Tampoco felicitar, con la cortesía del caso, a los risueños anfitriones. En realidad, el atractivo del sarao estaba en la posible aparición de los candidatos presidenciales.

Era del año 1998 la estación crucial. Faltaban cuatro meses para las elecciones y las encuestas ya habían comenzado a modificarse de manera peligrosa. “¿Viene o no viene Chávez?” era la pregunta a flor de labios entre los devoradores de huevos de codorniz con salsa rosada. No habían transcurrido cinco minutos cuando, de pronto, conseguí a una inmejorable compañera de fiesta. En honor a la verdad, creo que los dos nos conseguimos y juntos recorrimos felices el salón. Saludamos y fuimos saludados. Sus amigos y los míos nos salían al paso. Recuerdo a Luis Díaz Fajardo y a su esposa, con Raúl Piña, hablándome del poeta Christian Díaz Yépez, hijo de los primeros. También a Antonio López Ortega, siempre afable, informándome orgulloso a quién se debía el diseño de la sala. Y a Douglas Palma, preguntándole a ella si yo era el ganador del concurso de cuentos. Tuve que responderle de inmediato: “Me llamo Freddy Castillo Castellanos, no Jorge Rodríguez. Mucho gusto". Con Douglas hablamos un buen rato y seguimos el recorrido, tropezándonos con un cambalache discepoliano de políticos, publicistas y arroceros, como suele ocurrir en encuentros de este tipo. Y así, nos fuimos vacilando con deleite y con distancia las gracias dispares del convite. Ella derrochaba ángel, belleza y simpatía. Y yo era sólo un afortunado acompañante, pero también su cómplice, todo hay que decirlo.

De allí salimos poco después de que la llegada de Chávez provocara el delirio. Nos fuimos a la barra de un amable bar cercano a Puente República. Bebimos vino y comimos pulpo a la gallega. Hablamos de literatura y de ebriedades. Sentí que a ella la habitaba un duende poderoso, capaz de superar todas las discordias, sin pactar ni doblegarse en nada. Pagamos y nos fuimos en su carro hasta su casa. El recorrido fue largo, por las trancas caraqueñas hacia el este en esas horas de la tarde. A la altura de la Castellana llamé a Cuchi y le dije con quién estaba. Le pasé el teléfono y ellas hablaron, afinidades mediante, con la sabiduría secreta e intemporal de las mujeres. Ya en su apartamento, se nos unió el querido Gonzalo Ramírez y en su fraterna compañía rubricamos una jornada inolvidable. Debo afirmar que ese día confirmé la admiración por sus libros e inicié la alta estima por su condición humana.
Ella escribió novelas, cuentos y ensayos estupendos. Dirigió revistas y animó publicaciones. Presidió una importante editorial de América Latina. Podría hablar de esas obras y acciones valiosísimas, pero hoy prefiero referirme brevemente a otra de sus facetas: la de sus artículos de prensa. Todos los domingos salgo a esperar al cartero a ver si trae algo para mí. Y lo trae: las crónicas distintas de mi amiga, publicadas durante los últimos años en el diario Ultimas Noticias. En ellas están sus pasiones intelectuales, su ironía corrosiva ante la debacle moral de muchos de nosotros, sus imágenes literarias entrañables, sus días y sus mitos en la ciudad atribulada, y algo más que merece la mejor de las vindicaciones (vocablo amado en un tiempo por su querido Borges): el compromiso no menoscabado con sus sueños.

Arribo ahora al difícil momento de escribir el nombre de mi amiga, aunque todos sepan ya de quién se trata. Digámoslo así: ella se llamaba hermosamente Stefania Mosca y era una de las grandes narradoras caraqueñas de mi tiempo. Murió hace tres días en su enorme “pequeño mundo”, vale decir, en su íntima grandeza.

Hoy podemos afirmar, con el Catire y con Lucía, que Stefania sigue descubriéndonos a todos.