miércoles, julio 27, 2011

Buenos días

Escribo este post como intento de retorno a la vieja costumbre de hacer en él anotaciones anodinas.

Ligero de equipaje, apenas con una taza de café, les doy los buenos días.

lunes, julio 25, 2011

La cocina tradicional


1. Entiendo acá por “tradición” las diversas expresiones culturales que recibimos del pasado. Muchas de ellas están en nosotros sin que nos hayamos percatado del todo. Somos, en rigor, un conjunto de tradiciones que incluye hábitos, ideas, técnicas, lugares y recuerdos.  Algunas, de tanto sabidas, las hemos olvidado. Por eso, de vez en  cuando las redescubrimos o creemos estar inventándolas. Son los riesgos habituales de la desmemoria.

Hablo de una tradición viva, no de un ámbito de piezas arqueológicas o museísticas,  montado exclusivamente para la contemplación y el orgullo de la Patria. Hablo, además, de unos saberes aptos para ser enriquecidos o mejorados. Incluyo, asimismo, todo cuanto nos duele de ese pasado, como sus frustraciones y miserias. Una herencia cultural no la podemos recibir a beneficio de inventario. Se la recibe toda o siempre quedará algo pendiente por resolver, con las onerosas consecuencias de los intereses acumulados. Por eso, Mariano Picón Salas, nuestro lúcido ensayista, hablaba de “soportar la Historia con sus ejemplos estimulantes y su adversidad aleccionadoras”.

Si le somos fieles al sentido etimológico del vocablo “tradición”, no tenemos  por qué andar explicando esto. “Tradir” es transmitir y todo acto de transmisión de cultura demanda un destinatario capaz de recibirla, mantenerla, reformarla e incrementarla. Así, la expresión “cocina tradicional”, que da título a estas notas, comprende no solamente la que se hizo antes, sino también la que seguimos haciendo después de recibir múltiples influencias en el decurso del tiempo.  Algunas modas maltratan ese acervo  o lo ocluyen, simplemente, lo que termina siendo tan lesivo como lo primero. Cuando esto ocurre, no se trata nada más de estar dispuesto a aceptar un legado, sino de ir a buscarlo donde éste se encuentre,  y de defenderlo, con pasión y sensatez.

2. El dilema de “cocina tradicional o invención culinaria” es un falso dilema. Los enunciados de esa supuesta dicotomía no contienen conceptos que se excluyan entre sí. Forman parte de un proceso vivo que armoniza lo viejo con lo nuevo. Decía Jean François Revel que “el arte del cocinero consiste en saber qué es lo que se puede rescatar de las viejas tradiciones sin traicionarlas”. Claro, es un arte y no todos los cocineros lo alcanzan. Una cosa es la mezcla sin cohesión o las fantasías delirantes de ciertas fusiones, y otra la combinación imaginativa y amable de los buenos cocineros, tanto los de la mesa pública como los de la doméstica. Estos saben cruzar la gramática de la tradición culinaria con la de una sabia experimentación. No podemos afirmar lo  mismo de ciertas prácticas a las que algunos son dados, con más afán de teatro etnográfico que de gastronomía y haciendo siempre abstracción de los contextos. La cocina de las etnias que ocupan las tierras amazónicas ha sido, por cierto, una de las más socorridas por este interés circense.  

3. La cocina tradicional es también un efectivo instrumento para acompañar políticas de soberanía en materia alimentaria. Frente a la cocina basura, globalizada a más no poder, puede apelarse a nuestras cocinas caseras, familiares y campesinas. Apelar a ellas en modo alguno debe comportar el cerrarse a cambios o el vedarnos la interculturalidad gastronómica, siempre vigente, efectiva y beneficiosa y cuya impronta favorable la hemos sentido los venezolanos desde hace muchas décadas. Un pueblo que conozca y estime su tradición culinaria tiene ganada buena parte de su batalla por la soberanía. Basta recordar los viejos olores y sabores para que se active en nosotros la identidad de un paisaje que nos pertenece y al que pertenecemos.

sábado, julio 23, 2011

Londres, el laberinto roto de Borges


16-04-03: Era una tarde de invierno y ella comenzaba a aparecerse. Desde el suburbio que nos sirvió de acceso, la ciudad presentaba sus señas. No era el esplendor imperial ponderado en los libros, pero si el aura que muchos le atribuyen. La neblina había desaparecido (o la habíamos dejado atrás) y la sobriedad de la luz sobre los pocos colores se repetía en cada tramo con algún encanto. Yo buscaba, sin éxito, el nombre de las calles. Mi memoria no cesaba de encontrar imágenes que mis ojos corregían de inmediato. Como se sabe, la leve frontera de la realidad y la ficción se cruza siempre en un abrir y cerrar de ojos. Y así, fuimos entrando. Cuchi empezó a reconocer viejos parajes, mientras Martín disfrutaba del encuentro, callado, risueño. Cuando pasábamos por Chessington divisé ¡por fin! el nombre de una calle: “Disraeli”. La mirada voraz siguió indagando y quiso abarcarlo todo (casas, esquinas, árboles), pero sin olvidar el admirable nombre con que se había topado. Me dije entonces: buen augurio, si una tarde de invierno un viajero... No distinguí más nombres. Alguna ráfaga de páginas conocidas me habitó por unos segundos. Seguíamos avanzando por lo que yo creía todavía las afueras. Y de pronto lo vi. Vi con asombro un laberinto roto: era Londres.