domingo, abril 08, 2012

Una historia mahleriana para el Domingo de Resurrección




Theodor Reik

Pasaba sus vacaciones navideñas en la alta montaña, a tres horas en tren de Viena. Allí descansaba del hastío de su práctica profesional y disfrutaba de aire limpio. Al final de la tarde del 25 de diciembre de 1925 recibió por teléfono la noticia de la muerte de su amigo y colega Karl Abraham. También recibió un encargo, de parte de Freud: pronunciar el discurso en memoria del fallecido, en una reunión especial de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, que se realizaría el siguiente seis de enero. En la visita que le hizo en el verano le había visto un aspecto tan radiante que creyó a su amigo recuperado por completo de la enfermedad que desde hace algunos meses padecía. Por eso la noticia lo encontró inerme.

La dureza del impacto le duró sólo unos minutos. Después se ensimismó. Intentó recordar los últimos encuentros con el Dr. Abraham, así como el timbre de su voz. Quiso estimar también la importancia de su pérdida para el movimiento psicoanalítico, pero nada, ni una imagen de lo primero, ni una idea de lo segundo, cobraron forma en su mente entumecida.

Salió del hotel al comienzo de la noche y caminó por el bosque de abetos que da a la cumbre. Era su ruta habitual, pero esta vez la percibió extraña, desconocida. Una atmósfera sombría lo cubría todo. Los árboles habían aumentado su tamaño y casi llegaban al cielo. En su ánimo cundía un espectral silencio. Pensó en el encargo y volvió en sí. Debía ponerse a trabajar en el discurso y le dio vueltas a varios modos de afrontar el importante compromiso. En eso estaba, cuando de pronto se sorprendió a sí mismo tarareando una melodía irreconocible. ¿De dónde la había sacado?, se preguntó. Volvió a tararearla y encontró en un chispazo la respuesta: eran los primeros compases del coro, en el último movimiento de la Segunda Sinfonía de Gustav Mahler. Lo que siguió fue la pequeña y rica historia de una obsesión.

Borges nos ha dicho que sólo una cosa no hay: es el olvido. Creo que lo vivido por nuestro personaje esos días es una de las pruebas de la platónica afirmación del argentino. En vano, Reik quiso olvidar la melodía. Urdió tretas para lograrlo, pero todas fueron inútiles. Empecinada, ella estaba ahí: cuando se levantaba de la cama, cuando se dormía… Con interrupciones que pocas veces superaron una hora, la pertinaz melodía lo invadió sin piedad hasta el momento en que escribió la última frase de su discurso. Ocurrió la tarde del 1 de enero.

Theodor Reik -así se llama nuestro personaje- investigó, analizó y comunicó esa experiencia. Lo hizo en un libro estupendo, lleno de rutas para salir del laberinto. Un libro que interesa por igual, por razones distintas (y en algunos casos, semejantes) a los estudiosos de la asociación de ideas y a los músicos y melómanos  mahlerianos, especialmente. También, a los curiosos y desocupados lectores, entre los que me incluyo.

En ese libro (Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Mahler, Taurus, Madrid, 1975) encontramos pistas que tal vez nos ayudan para la comprensión de algún azar concurrente, pero que sobre todo nos deleitan, mientras nos enteramos de por qué aquella melodía apareció de pronto y fue para el autor una presencia alucinante durante siete días. Lo releo ahora, mientras escucho el coro del último movimiento de la Resurrección de Mahler, que es también la del poeta Klopstock en estos versos:


Te elevarás, oh polvo mío, tras breve reposo.
Dará Él vida inmortal a aquél que le ha invocado

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