martes, noviembre 01, 2011

La despersonalización del poder


No creo, pues, que nada ni nadie hayan recibido una misión divina que cumplir; es decir, la política es secular o no es política. Si a la política se la reviste de simbolizaciones sacras, entonces estamos camino del totalitarismo

Agapito Maestre (El vértigo de la democracia, 1996)


Cuentan que un día de 1930 varias madres fueron de visita al Kremlin con sus pequeños hijos. Se trataba de un desayuno con el jefe absoluto, quien había dispuesto para sus invitados generosas atenciones. Al salir, uno de los niños preguntó: “Mamá, ¿por qué es tan amable el camarada Stalin?”. La respuesta, lacónica y precisa, se apoyó en la ventaja argumental que otorgan las tautologías y terminó siendo todo un tratado sobre el poder: “Porque es el camarada Stalin”.

Nada habría que agregar ante la redondez de esa constatación irrebatible, si no fuese necesario hacer la salvedad de que la sacralización del poderoso reviste en cada caso diversas particularidades. Así, no se requiere ser Stalin para provocar una respuesta como la transcrita. También un presidente democrático puede concitar adhesiones de esa índole, porque no se trata sólo de la persona ni de la forma de gobierno que consideremos en un momento dado. Se trata también del cargo en sí mismo, de la Silla Presidencial o de la Corona, convertidos en abstracciones que confieren automáticamente potestad y sabiduría a sus depositarios.

Una tradición milenaria en el mundo y cinco veces secular en América Latina (más larga si incluimos al tatloani precortesiano) registra múltiples casos de gobernantes –autoritarios o no- que también fueron “educadores”, “sanadores”, “polifacultos” y “oráculos”. La literatura, con mayor efectividad que la ciencia social, nos ha presentado la esencia y los detalles de ese teatro, tras cuyos bastidores se mueven arquetipos y atavismos. Shakespeare, Camus, y buena parte de la novela hispanoamericana, suplen con profundidad, gracia y permanencia, el vacío explicativo que han dejado muchas teorías “rigurosas” sobre el poder y el personalismo, postuladas desde estratos académicos. Enrique Krauze, en quien se unen el talento literario y la inteligencia del historiador, demostró con su trilogía sobre la historia política de México, que se puede escribir acerca del caudillismo, sin pecar de reductivo. ¿Cómo lo hizo? Reivindicando un género y escribiendo así la biografía de los poderosos, sin temerle a la simplista acusación de carlyleano. Entre nosotros, Manuel Caballero lo ha hecho en forma análoga –y brillante- con Gómez y ahora con Betancourt. De esa manera los memorables libros de Díaz Sánchez (Guzmán, elipse de una ambición de poder) y de Picón-Salas (Los días de Cipriano Castro) van dejando de estar solitarios en la bibliografía venezolana sobre el tema, digna de ser mencionada y releída.  

El actual presidencialismo constitucional venezolano, sustentado en una tradición republicana de personalización del poder, presenta los símbolos clásicos del mismo. Así, nuestros presidentes ocupan el vértice de una pirámide, desde la cual se dirige y divisa al país, aun en estos tiempos de descentralización que avanza lentamente sin comportar una ruptura efectiva con el esquema centralista. Los gobernadores son aún agentes del Ejecutivo Nacional en sus respectivas jurisdicciones y las finanzas estadales dependen todavía del situado constitucional. Se sigue creyendo que el presidente debe estar enterado de todo y resolverlo todo, pese a las modificaciones que la estructura administrativa haya experimentado en algunos ámbitos. El Ministerio de la Secretaría de la Presidencia tutela un amplio elenco de institutos autónomos y de fundaciones públicas, lo que significa nombramientos y rendiciones de cuenta concentrados directamente en Miraflores. Hace algunos meses Eduardo Fernández nos recordaba, fundamentándose en dispositivos de la Constitución de la República, que elegir Presidente es elegir al jefe del Estado, al jefe de la política exterior, al jefe la hacienda pública nacional y al comandante en jefe de las fuerzas armadas, entre otras jefaturas, de las que quizá no deban excluirse las de muchos clubes y numerosos condominios. Si a ello añadimos el halo sacro que pervive en la figura del Presidente, estamos eligiendo a alguien más que a un funcionario público.

Sin que el Presidente sea visto como el detentador exclusivo del poder, y sin que posea la personalidad suficiente para imprimir el sello de la misma a su gobierno, un Presidente de la República, por más mediocre que sea, no deja de irradiar entre nosotros una fuerza especial, aún estando atado sólidamente a una determinada organización política. Es lo que Daniel Cosío Villegas llamó “el estilo personal de gobernar”. Sabemos que la Constitución del 61 consagró una democracia de partidos, no de Presidentes como en México, donde el PRI no mandaba sobre el Presidente, sino al revés. Sin embargo, en Venezuela, aún en las etapas del predominio bipartidista, la figura del Presidente destaca de una u otra forma. Rómulo Betancourt gobernó con su partido, en principio en alianza con Copei y URD y luego sólo con el primero, pero ese período estuvo marcado por su personalidad, más que por las maquinarias que lo secundaron y sustentaban. Su elección en 1958 se debió en buena medida al liderazgo personal que indiscutiblemente ejercía en el país. Recordemos que ejercer ese liderazgo dentro de Acción Democrática era ejercerlo sobre un alto porcentaje de venezolanos. Era un Betancourt rodeado de leyendas, tanto doradas como negras. Recuerdo todavía la especie popular de la pipa ensalmada de Rómulo o de su alma vendida a algún espíritu, única razón que explicaba –para algunos- la circunstancia de que se hubiese salvado del criminal atentado de Los Próceres. Betancourt, brujo o embrujado, era una conseja repetida de boca en boca, pues como se sabe las supersticiones populares no conocen los límites de la razón. Es el pueblo leyendo, también en clave mágica y secreta, sus avatares políticos.

En el establecimiento de responsabilidades y en la búsqueda del culpable, la figura del Presidente es el blanco exacto del común y de las élites. La extraordinaria experiencia venezolana de 1993 ilustra de modo apabullante cómo, en un momento dado, creemos que sacando al Presidente, solucionamos los problemas. ¿Si despersonalizamos el poder, no estaremos evitando la frustración de toparnos con un sustituto al cual también vamos a querer echar más temprano que tarde?

Lo que debe preocuparnos no es que la Presidencia de la República mantenga cierta aureola mítica y una majestad difícil de borrar. Tampoco, que no tengamos Primer Ministro o a alguien en quien descargar nuestro rechazo, sino que quien ocupe la Presidencia no ceda a la tentación del autoritarismo o de la personalización del poder. La democracia se desacraliza o se acaba. Desacralizarla pasa, forzosamente, por un amplio proceso de participación de la comunidad, por cambios sustanciales en la distribución de las competencias públicas. Si bien es cierto que los historiadores apuntan hacia una línea constante de personalismo en la vida política del país, no lo es menos, que también existe una tradición llamada por Augusto Mijares, en un libro más vigente que nunca, “la tradición de la sociedad civil”. El libro es, desde luego, La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, una magistral refutación de la teoría de las desgracias. Profundizar la democracia no es traspasar el poder de unas élites, duchas en el pragmatismo, a otras élites cultas, gerenciales e hipercríticas. Es explorar una auténtica participación de la sociedad en la política, sin tenerle miedo a los cauces abiertos de la democracia. Iba a decir “del pueblo”, pero el populismo nos expropió esa hermosa expresión hoy marginada del lenguaje político.

La tentación del poder no concluye, necesariamente, en la tentación totalitaria, pero es el paso previo para ello. Mientras más se endiosa al gobernante, más fácil es transitar el camino hacia los autoritarismos y las dictaduras.

Que nuestros actuales candidatos presidenciales tengan en cuenta estas sabias palabras de María Zambrano: “…cuando se llega al poder, para que su ejercicio alcance plenamente el nivel moral, es necesario deshacer este ensueño de sí mismo. Y entonces lo que se tiene que desprender es uno mismo. Se trata no de una objetivación, sino de algo mucho más difícil: de un desprendimiento. El que logra llegar al poder –en cualquier aspecto histórico- tiene que desprenderse de él, al mismo tiempo que lo ejerce”.

Freddy Castillo Castellanos, 9 de julio de 1998.

(Este artículo fue publicado en un suplemento del Ateneo de Caracas en el diario El Nacional, en el mes de julio de 1998)

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